Hay muchos tópicos sobre los artistas, y la mayoría están equivocados. Por ejemplo, la literatura los quería pasando penurias en diminutas buhardillas ante una estufa cochambrosa. Y el cine ha tendido más a mostrarlos dando rienda suelta a su creatividad en enormes lofts industriales aptos para los gestos expansivos de la action painting, porque en las películas un artista suele ser un expresionista abstracto con muchísimo temperamento que pinta a base de manchas de colores. Así que desde ese punto de vista Mathieu Mercier (Conflans-Sainte-Honorine, Francia, 1970) sería un artista muy poco cinematográfico, escasamente literario y desde luego nada tópico. Es –o al menos parece- un hombre prudente y apacible, y además vive en una casa del casco antiguo de Valencia que ha reformado para llenarla de luz y muebles de diseño
Pero, sobre todo, su trabajo está en las antípodas del expresionismo abstracto, como podemos apreciar si nos acercamos a su exposición Piezas selectas & obras clave, en la galería Albarrán Bourdais de Madrid. Es su primera individual en una galería madrileña, y quizá por eso recoge justamente lo que indica el título, es decir, varias muestras representativas de su producción durante la última década, y también alguna anterior, como esa estantería negra que contiene objetos amarillos, rojos y azules y que remite sin escapatoria a un cuadro de Piet Mondrian. El pintor holandés, del que ahora puede verse una exposición en el museo Reina Sofía, es uno de sus dos grandes referentes.
El otro es el dadaísta Marcel Duchamp, sobre todo desde que en 2003, con solo 33 años, ganó el premio que lleva su nombre, y que es uno de los más prestigiosos que se conceden en Francia (por encima de Claude Lévêque, otros de los cinco candidatos de aquel año). “Claro que antes de eso conocía a Duchamp, pero manera muy superficial”, recuerda. “Cuando me nominaron al premio yo vivía en Nueva York, y me fui a Philadelphia a ver sus trabajos, porque allí están algunas de sus obras maestras, y después empecé a trabajar con los herederos de Duchamp para reeditar una versión impresa de la Boîte-en-valise duchampiana, que me llevó cinco años. Duchamp hizo algo interesantísimo, que fue coger un objeto de la industria para introducirlo en el entorno simbólico del arte”.
Del mismo modo que Duchamp puso su firma en un urinario y ese simple gesto le bastó para convertirlo en una obra de arte, Mercier se limita a juntar cosas que encuentra en supermercados o baratillos y dejar que nosotros establezcamos las relaciones. Así que en una planta de la galería nos esperan unas vitrinas llenas de cachivaches de producción industrial que ha ido recopilando en sus incursiones. Desde cajas y latas de comestibles hasta juguetes, relojes o teléfonos. A simple vista no hay nada en común entre ellos, pero si nos fijamos bien nos damos cuenta del error: todos son objetos que no se usan para aquello que representan. Por ejemplo, hay una barra de labios que sirve para esconder sustancias ilegales, un peine que se convierte en cuchillo o un inocente patito de goma que es un sex toy: “Hay dos cosas que me divierten de este trabajo, una es que si nos limitamos a hacer un ejercicio cerebral, diciendo esto no es un vaso, esto no es un teléfono, esto no es un cigarrillo, y lo repetimos a lo largo de 250 objetos, acabamos desconfiando de nuestra realidad. Y la otra es que detrás de la mayoría de estos objetos están nuestros tres grandes tabúes: violencia, drogas y sexo”.
Entre Mondrian (la forma estricta) y Duchamp (puro concepto) se mueve todo el espectro de las vanguardias artísticas del siglo XX. Y Mercier consigue reconciliar esos dos extremos, porque lo que él hace podría definirse como arte conceptual a partir de la forma. O bien todo lo contrario. Por eso gracias a él no solo una estantería puede ser un cuadro abstracto, sino que un paraguas o una vela sobre un pedestal cilíndrico se convierten en una escultura, y tres tableros de ajedrez realizan una referencia al maestro (Duchamp era muy aficionado a este juego), mientras componen una perfecta pieza minimalista.
Desde que dejó Nueva York vive entre París y Valencia, donde pasó todo el confinamiento. En la ciudad del Turia encontró la paz y la luz que necesitaba, y también espacio de sobra, gracias a las amplias estancias de su casa. Es una vivienda construida a finales del siglo XVIII en el barrio del Carmen, que él adquirió cuando era prácticamente una ruina con la intención de reformarla. Aunque las cosas no salieron exactamente como estaban previstas: “Nada más empezar las obras se derrumbó, así que pude salvar la fachada y cinco metros hacia adentro, y el resto lo hice nuevo, en hormigón blanco y cristal”, explica. “La verdad es que nunca había visto en Europa un centro histórico abandonado como este. Pero en Valencia estoy cerca del mar, y puedo llegar hasta el campo en solo veinte minutos, cuando en París necesito al menos dos horas. Aquí la calidad de vida es muy alta. Y además tengo la impresión de que España no está tan vendida al capital como Francia”.
Allí vive con su mujer, Moraima Gaetmank –movement consultant que trabaja con compañías de danza como la Ópera de París o el American Ballet Theater– de origen argentino y portorriqueño, y su hija.Y, de nuevo, todo este hábitat contradice las ideas preconcebidas. El mobiliario está compuesto de unas (pocas pero muy contundentes) piezas de diseño, como el espejo Ultrafragola de Ettore Sottsass, la ball chair de Eero Aarnio o una butaca de Joe Colombo: “Todo esto representa el modo que tenían en los años 60 de pensar cómo sería el futuro. Entonces se creía que para el año 2000 estaríamos viviendo en el espacio en lugar de en la Tierra, cosa que no ha sucedido. Ese futuro no existe hoy en día, pero es el futuro de mi pasado”.
Su propósito es que la casa se convierta un centro de operaciones desde el que viajar a otros lugares como Londres o Berlín, donde va con frecuencia por trabajo, y también en punto de encuentro para todos sus amigos de la escena artística internacional: artistas, directores de fundaciones y museos, coleccionistas… “Me gustaría reunir a mucha gente, y organizar cenas y cócteles en la terraza, cuando de nuevo podamos hacerlo”. Y asegura tener muchas ideas para sacar partido a las posibilidades de Valencia como destino turístico y cultural, ya que en su opinión la ciudad no es tan conocida en Europa como merece. “En realidad tengo ideas sobre muchas cosas”, afirma.
Y se quita su alianza matrimonial, que es en sí misma otro juego de falsas apariencias. Parece una sortija más o menos convencional, de un delicadísimo trenzado de oro, pero al mirarla muy de cerca descubro una pequeña hendidura, como si representara una cuerda a punto de romperse. Le digo que es el anillo más bonito que he visto en mi vida, lo que es rigurosamente cierto. Él sonríe: “Cuando me casé ya llevábamos diez años juntos y teníamos una hija, así que hacerlo era una mera formalidad. Pensé que los anillos de boda se hacen para simbolizar la unión eterna, cuando en realidad es al revés, porque el matrimonio no es nada sólido sino algo muy frágil. Por eso diseñé este anillo que me dice que debo prestar atención cada día. Tuve la idea de producir más para venderlos, y hablé con un amigo orfebre. Y, ¿sabes qué? Me dijo que me olvidara, que no hay mercado”.
Ninguna novedad en esto: las mejores cosas ni se compran ni se venden. Y volvemos al terreno de los tópicos, solo que este es de los que se cumplen.
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