El gobierno de Boris Johnson llevaba el plan para activar la “prorogation”, la suspensión temporal del Parlamento, tan en secreto que trató de enviar de tapadillo a la delegación de tres miembros a Balmoral para obtener el permiso de la reina Isabel II haciendo volar a los tres miembros por separado. Obviamente, no funcionó, porque uno de esas tres personas era el ministro de Relaciones con el Parlamento, Jacob Rees-Mogg, que es fácilmente reconocible por sus casi dos metros de estatura y su aspecto de villano de Harry Potter. El resto de pasajeros pronto se dio cuenta de quién había en ese vuelo de British Airways de Londres a Aberdeen y empezaron a tuitearlo.
Se ha publicado que Isabel II estaría molesta con Johnson por el papel que le ha tocado desempeñar en la crisis política de primera magnitud que vive Reino Unido y que, de paso, ha alentado a los antimonárquicos, que no entienden para qué sirve una Reina si ni siquiera puede impedir lo que muchos ven como un golpe de estado encubierto. Y es paradójico que el encargado de llevar el recado envenenado a la Reina y de arrancarle el visto bueno a la suspensión del Parlamento haya sido un ultratradicionalista que venera la Monarquía como Rees-Mogg.
El diputado, furibundo euroescéptico y brexiteer, ha tenido un verano mediáticamente movido. Cuando dimitió Theresa May, se volvió a hablar de él como uno de sus posibles sucesores al frente de los tories. Finalmente, quedó fuera de la contienda y terminó integrándose en el nuevo gobierno de Boris Johnson. Desde allí, consiguió su primera oleada de notoriedad tuitera cuando se hicieron públicas las anacrónicas normas de estilo que instauró para sus empleados. Estos deben referirse a todos los hombres sin título nobiliario como “Esq.”, de Esquire o Caballero, una forma obsoleta que no tiene equivalente femenino y tienen que utilizar siempre las medidas imperiales, es decir yardas, pulgadas y pies en lugar de metros y centímetros. Había también una larga lista de palabras prohibidas por vulgares, entre ellas “muy” (very), “lot” (mucho), “invertir” (por ejemplo, en escuelas) o, sencillamente, por motivos ideológicos. No sorprende mucho pero a Rees-Mogg no le gusta la palabra “equal”, como en “equal rights” o derechos igualitarios. De hecho, el ministro de Johnson está muy a la derecha de su propio partido en materia de derechos civiles y sociales. Católico practicante, se ha declarado contrario al matrimonio entre personas del mismo sexo y del aborto sin excepciones, ni siquiera en caso de violación. Los tories dan libertad de voto en estas cuestiones que consideran de conciencia.
Es probable que Rees-Mogg instigara la filtración de la famosa lista de palabras prohibidas. Le gusta llamarse a sí mismo “miembro honorario del siglo XVIII” y desde el inicio de su carrera cultiva con cierta coquetería esa imagen de excentricidad de clase alta, que exhibe en programas humorísticos como Have I Got News For You, donde acude gustoso a representar el papel de anacronismo viviente para regocijo de los presentes. Su aterrizaje en la política no fue fácil. Hijo de un influyentes director del periódico The Times, William Rees-Mogg y educado en Eton –algo que hace saber a menudo, le encanta salpicar su discurso de bromas privadas del colegio, si es posible en latín–, en 1997, con 28 años, el partido le mandó a ganarse el asiento de diputado a una plaza dura, en Escocia. Se hizo famoso en los medios locales por hacer campaña en el Mercedes de su madre (“no me llevé el Bentley”, aclaró) y acompañado por su antigua nanny. “Por supuesto que ha venido Nanny. Es una miembro de la familia. Lleva con nosotros 47 años”, se justificó. Decía que no entendía el acento de los que iban a ser sus constituyentes. Sacó unos resultados desastrosos: quedó en quinta posición con tan solo un 9% de los votos. Aun así, su padre escribió una carta a su oponente laborista agradeciéndole que hubiera tratado con cierto cariño al chaval.
Rees-Mogg no tiene que hacer mucho para parecer sacado de una novela de P.G. Wodehouse o, lo que es bastante más perverso, de una de Edward St. Aubyn. Está casado con una periodista a la que conoce desde niño, descendiente de una familia con título y llamada Helena Anne Beatrix Wentworth Fitzwilliam de Chair. Se casaron en 2007 y tienen seis hijos con nombres igualmente historiados. Al mayor, un clon de su padre de 11 años, le pusieron Peter Theodore Alphege –“alphege” era el título original del arzobispo de Canterbury–, el penúltimo, de unos tres años, se llama Alfred Wulfric Leyson Pius, en honor a un rey, un eremita del siglo XI, un antepasado muerto en la Primera Guerra Mundial y el papa Pío IX, y el último, el número seis, recibió precisamente el nombre de “Sixtus”, Sixtus Dominic Boniface Christopher. Helena de Chair bromeó en el pasado congreso del partido conservador con que ahí se planta. “No habrá un Septimus ni un Octopus”, dijo, a pesar de que a su marido le gustaría ampliar la descendencia.
La intendencia doméstica la tienen resuelta: en un momento en que todos los políticos se esfuerzan por parecer padres implicados, Rees-Mogg declaró en una entrevista que no ha cambiado un solo pañal de sus seis hijos, puesto que “Nanny” ya lo hace estupendamente. No sabemos si Nanny es la misma nanny que se llevó de campaña en 1997 y que ya acumularía seis decenios cambiando pañales en la familia Rees-Mogg o si ha sido reemplazada. En la misma entrevista, Rees-Mogg aclaró que “nunca ha pretendido ser un hombre moderno”.
Curiosamente, en materia económica no es tan conservador. Tras cursar Historia en Oxford –but of course: en una ocasión dijo que quienes estudiaban fuera de Oxford o Cambridge eran como “plantas de maceta”–, fundó en 1992 una sociedad de inversiones, Somerset Capital Management, que opera en paraísos fiscales como Singapur o las Islas Caimán. El verano pasado, en pleno tira y afloja por el Brexit, la empresa abrió dos fondos de inversión en Irlanda y alertó a sus clientes de que los fondos en Gran Bretaña estarían afectados por la incertidumbre política. Eso mientras el fundador defendía en los medios y en el Parlamento las ventajas del Brexit duro.
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