Las strippers son el gremio que más veces ha aparecido en el cine sin tener líneas de diálogo, sino tal y como las ve la sociedad: como fantasías eróticas y fantasías de consumo, pero en ningún caso como seres humanos. La excepción es Estafadoras de Wall Street (estreno 8 de noviembre), donde Jennifer Lopez lidera una pandilla de bailarinas exóticas que solo leyeron la primera mitad de Robin Hood —roban a los ricos para quedárselo ellas— porque prefieren que su cuento acabe como Caperucita roja. Jennifer Lopez, por supuesto, es el lobo.
A Hollywood nunca le han interesado las strippers más allá de extras de fondo o “la chica muerta de la semana” en series procedimentales policiacas. Puestos a dramatizar un servicio sexual, la prostitución ha resultado tradicionalmente más cinematográfica. Por eso su función en el cine ha estado, al igual que en la vida real, al servicio de los hombres: la stripper solo baila para satisfacer al protagonista-cliente bajo la mirada lasciva del director-dueño del club. Su rol responde siempre a un mito erótico masculino, ya sea la niña crecidita—Jessica Alba en Sin City—, la princesa en apuros —Natalie Portman en Closer, a su vez una mujer a la que los espectadores habían visto crecer— o la mantis depredadora —Salma Hayek en Abierto hasta el amanecer—. Si el héroe se enamora de ella, como en El luchador o Exótica, solo servirá para subrayar su condición romántica de perdedor. Un fracasado especial, eso sí, porque él ha sabido ver a la princesa como nadie más la ha visto antes. Ni siquiera ella misma.
A través del cine de los ochenta y los noventa, la stripper se convirtió en una fábula que advertía de lo que les pasaba a las que tomaban un atajo en la carretera del sueño americano. En un país en el que la identidad se construye mediante la profesión, si una stripper aparece en una película, el público ya no necesitará más información para entender —o creer que entiende— exactamente qué tipo de persona es. El guion tampoco va a dársela. Cuando Joey y Chandler contrataban a una stripper en Friends, el anillo de compromiso desaparecía y ambos asumían que lo había robado ella —al final resultaba que se lo había comido el pato—. El club Bada-Bing, donde se reunían los mafiosos de Los Soprano, es el origen de lo que después se denominaría la “narración sexpositiva de HBO” con la que canal sacaba tetas aprovechándose de ser televisión por cable: años después, en Juego de tronos, el manipulador Meñique siempre explicaba sus planes rodeado de pechos anónimos en el burdel que regentaba. La única stripper con trama en Los Soprano fue Tracee, quien acababa embarazada y golpeada hasta la muerte por su novio, Ralph Cifaretto. Tony Soprano lo amonestaba por haber “faltado al respeto al Bada-Bing”. A veces, como en Very Bad Things, la stripper muerta no era más que un chiste o un recurso narrativo para desencadenar la trama. Pero cuando las strippers han sido protagonistas casi preferirían estar muertas.
Showgirls satirizaba la explotación de la carne femenina… explotándola con más violencia que ninguna otra película. Striptease, a ratos una comedia, a ratos un drama y en teoría un thriller sobre una madre soltera desesperada por ganar dinero, convirtió a Demi Moore en la actriz mejor pagada de la historia. Para sus escenas de baile, Moore —que acababa de implantarse prótesisde silicona— pidió que los 200 operarios del rodaje asistieran para jalearla y así sentirse más motivada. Ambas películas estaban escritas y dirigidas por hombres, un patrón habitual en este tipo de historias: Flashdance, Planet Terror y hasta Private Dancer, aquella canción de Tina Turner compuesta por Mark Knopfler. Showgirls y Striptease fracasaron en taquilla y fueron ridiculizadas, porque el público celebra los striptease amateur —Gilda, Nueve semanas y media, Mentiras arriesgadas—, pero rechaza aquellas películas que presentan a las strippers profesionales de forma más o menos realista: empujadas por la necesidad, engañadas en sus sueños de ser bailarinas y sometidas por un cliente que no se excita tanto con la sensualidad de una mujer sino con la idea de ser su dueño.
Los strippers masculinos son otra historia. Si ellas son presentadas como criaturas defectuosas, solitarias y rabiosamente competitivas, ellos son coleguitas afables que se desnudan en pandilla: la amistad entre strippers solo quedó reflejada en el cine cuando se trató de hombres. Full Monty y Magic Mike partían de motivaciones económicas opuestas —salir de la miseria/vivir a todo tren— pero abordaban el desnudo profesional como una travesura lúdica, irónica e inofensiva. El guion, por supuesto, se tomaba tiempo para desarrollar las personalidades de sus protagonistas y su lealtad alimentando aquel cliché de “los hombres son más nobles entre sí, las mujeres no pueden ser amigas”. Algún que otro espectador podría incluso salir con ganas de hacer carrera en el striptease, una sensación que ninguna espectadora ha tenido jamás viendo cine sobre strippers femeninas. Quizá eso cambie con Estafadoras de Wall Street.
Se trata de una historia sobre siete mujeres, basada en un artículo de la periodista Jessica Pressler y escrita y dirigida por Lorene Scafaria. La cineasta presume de haber contado la historia desde el punto de vista de las strippers, centrándose en lo que les ocurre de cuello para arriba: en su cara, en su mirada y en su cerebro. “Es interesante ver el impacto de la crisis de 2008 en estas mujeres, que trabajaban en el patio de atrás de Wall Street, cuando el valor de un billete de 20 dólares cambió. Lo que un cliente esperaba por ofrecer un billete como ese era diferente de lo que una stripper estaba dispuesta a hacer por él”, explica Scafaria.
Estafadoras de Wall Street presenta a las chicas, por primera vez, tal y como se ven ellas —lujosas, amigas, triunfadoras— y no según las ven los demás. También retrata el negocio como la cadena de explotación que en realidad es: el empresario las explota a ellas y ellas explotan a los clientes dejándoles creer que las están explotando o, incluso, que están conociendo a la verdadera mujer detrás de la barra americana. Lo que las strippers le venden al cliente no es su cuerpo, sino la fantasía de que es especial.
La película recuerda a historias de capullos especuladores como El lobo de Wall Street en su espíritu disfrutón, su energía eufórica y su estructura narrativa de auge y caída. No es casualidad. Hollywood lleva décadas glorificando a los estafadores capitalistas como si fuesen héroes antisistema —que, lejos de enfrentarse al sistema, encuentran los agujeros para su beneficio propio— mientras mira con condescendencia, desprecio y estigma moral a las strippers como si el trabajo de ellas no fuese mucho más digno que el de los empresarios sin escrúpulos. Y precisamente estos tiburones son ahora las víctimas de la estafa: como las ladronas son strippers a quienes ellos ni siquiera consideran personas, no las ven venir hasta que es demasiado tarde. La igualdad de género señalaque toca aplaudir a estas timadoras con tanto entusiasmo como se lleva décadas celebrando a los tipos canallas. Porque el sueño americano, al fin y al cabo, solo puede cumplirse a costa de la pesadilla de otros.
“Este país es un gran club de striptease”, explica Ramona (Jennifer Lopez). “Hay gente que arroja dinero y hay gente que baila para ellos”. En el actual panorama mediático, donde nada tiene tanto valor como el relato en primera persona, el éxito comercial y crítico de Estafadoras de Wall Street ha llevado a varios medios a publicar artículos escritos por strippers que valoran la verosimilitud de lacinta. Ellas aplauden cómo retrata la diversidad de los estilos de vida —algunas bailan para ayudar a sus familias, otras para comprarse joyas y fardar—, las risas de las chicas en el camerino y la naturalidad con la que todas asumen que no es más que un trabajo —con sus días buenos y sus días malos, sus amigas y sus enemigas— y un espectáculo ficticio.
“No diré que la película me ha hecho sentir cómoda”, concluye una de ellas, “pero sí me ha hecho sentir vista y reconocida”.
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