El vídeo pirata de Pretty Woman sigue siendo uno de los más codiciados en el mercado negro de Corea del Norte. Su encanto universal a estas alturas, 30 años después de su estreno, es innegable y es un fenómeno popular sin comparación: desde su estreno en televisión en 1994, cuando registró 9,2 millones de espectadores y un 55% de cuota, cada nuevo pase se ha colocado entre lo más visto del día. ¿Es que la gente nunca se va a cansar de verla? ¿Acaso queda alguien que no la haya visto todavía? La respuesta está dentro de la propia película, porque cada vez que los espectadores se sientan a ver Pretty Woman por televisión sienten lo mismo que Vivian camino de la ópera: “Por si luego se me olvida decírtelo, me lo he pasado muy bien esta noche”.
Una comedia romántica sobre una prostituta y un cliente que se enamoran es, a priori, la película más intolerable posible para una sociedad reeducada y sensibilizada con el feminismo como es la sociedad de 2020. Sin embargo Pretty Woman celebra su trigésimo aniversario en condición de clásico moderno a pesar de la tendencia de la crítica cinematográfica actual a valorar las películas más por lo que cuentan que por cómo lo cuentan. En el primer apartado, Pretty Woman ya era aberrante en 1990. En el segundo, sigue siendo una película perfecta. Y no es excluyente. Los millones de personas que llevan años disfrutando de ella una y otra vez comprenden que es una fantasía, los otros millones de personas empeñadas en corregir (o contrarrestar) los gustos de la masa le piden explicaciones como si se tratase de un documental.
Las redes sociales han provocado una ludificación de la sociedad (los seres humanos nos comportamos como si la vida fuese un videojuego cuya misión es demostrar valores para ganar puntos como persona: puntos por solidaridad, puntos por ingenio, puntos por superioridad moral/intelectual/cultural) y ese sistema ha acabado afectando al consumo audiovisual: hay series que te hacen parecer más complejo (The Wire) y series que te hacen parecer más simple (Élite). Si una persona ve las dos es probable que en redes sociales hable mucho más sobre la primera. The Wire es considerada unánimemente alta cultura, así que verla te legitima como ser humano. Esta identificación de “eres lo que consumes”, en teoría, alcanza su mayor importancia durante la adolescencia y la universidad, cuando el individuo todavía está formando su personalidad y requiere artilugios externos a él (series, películas, libros, ropa) para construir su identidad. Una vez en la madurez, ese individuo debería poder sentirse libre para consumir solo lo que le da placer y no lo que siente que debería estar consumiendo por presión social. Esa presión social genera culpabilidad cuando se “pierde el tiempo” consumiendo baja cultura. Y así nace el concepto de “placer culpable”.
El placer culpable es una coartada cultural que el consumidor utiliza como escudo: bailo esta canción, veo esta película o me pongo este peto sabiendo que está por debajo de mí. Que es “mierda de la buena”. Pero en el siglo XXI el placer culpable se ha asentado como el canon cultural y, de repente, Camela llena el Wizink Center de Madrid con un público 50% irónico y 50% literal. Pero al 100% le gusta Camela, la única diferencia es que una mitad sobreanaliza intelectualmente sus propios gustos y la otra mitad se limita a disfrutarlos visceralmente. Pero un momento, ¿quién ha decidido que Pretty Woman es baja cultura?
Respuesta corta: los modernistas.
Indirectamente, al menos. El amor y la comedia son dos elementos universales que la gente de cualquier nacionalidad, raza o clase social puede apreciar. Por eso William Shakespeare o Jane Austen causan sensación y por eso la mayoría de grandes obras literarias anteriores al siglo XX tienen un romance en el conflicto central. Sin embargo, tras la Primera Guerra Mundial los intelectuales modernistas se interesaron por otros asuntos (el existencialismo, la socioeconomía, la política) y el amor quedó relegado a las novelas que se vendían en los supermercados. Es decir, a la cultura para mujeres. Y justo en esa década el cine pasó de ser considerado una extravagancia científica o una atracción de feria a ser visto como un arte. El séptimo, en concreto. Y las autoridades culturales, en consonancia con el movimiento modernista, se aseguraron de señalar que las películas románticas eran una vulgaridad cursi, sensiblona y sentimental (de cómo “sentimental” ha acabado siendo un adjetivo peyorativo en el arte habla mucho y muy bien Carl Wilson en el imprescindible ensayo Música de mierda). Casi 100 años después, las listas de las mejores películas de la historia del cine están plagadas de historias sobre violencia, dinero, valores o ideologías pero casi ninguna trata sobre el amor. Y por eso “cine para señoras” o “cine para niñas adolescentes” son términos despectivos cuyo equivalente masculino, sencillamente, no existe.
Este panorama hace que Pretty Woman exista en un terreno hostil y que su éxito, lejos de encumbrarla como un clásico por derecho propio, sirva para menospreciarla: le gusta a tanta gente porque apela a los bajos instintos, a los trucos facilones y al mínimo común denominador intelectual. Recurre a caramelos para la masa como el erotismo, el dinero, el amor romántico, los buenos que ganan y la venganza contra las dependientas. Y, en esta misión para derribarla, no hay golpe más bajo que se le pueda dar a una película que condenarla por su mensaje tóxico ya que eso no solo desacredita la película sino que deja a sus admiradores como ignorantes. “No conseguiremos que Hollywood deje de rodar películas misóginas si seguimos pagando por ver comedias románticas en las que el hombre compra a la mujer y la moldea hasta convertirla en la chica de sus sueños” criticaba Kira Cochrane en The Guardian. “La película le gustará a mucha gente, pero a la mañana siguiente se despertarán sintiéndose sucios” vaticinaba Peter Travers en Rolling Stone cuando se estrenó. La romantización y glamourización que Pretty Woman hace de la prostitución lleva tres décadas siendo, con razón, la munición con la que algunas personas desacreditan la película entera.
Pero esa crítica tiene dos connotaciones. La primera, asumen que disfrutar con Pretty Woman significa apoyar la explotación sexual de la mujer y que crecer viéndola por televisión llevaría a toda una generación de niñas a soñar con que un millonario las retire y moldee a su gusto. “En la película [Vivian] consigue llegar su vacío económico con el dinero de Edward, pero eso en la realidad no pasa”, avisaba Katie Hail-Jares por alguien se estaba planteado meterse a puta tras ver Pretty Woman. Pero nadie le ha pedido explicaciones jamás a El padrino por romantizar y glamourizar el crimen organizado. Y nadie lo ha hecho porque sería ridículo hacerlo. La diferencia es que El padrino es alta cultura. Es una película para señores (nada despectivo en ese término). Y ahí radica la segunda connotación de las críticas contra el mensaje de Pretty Woman.
Cuando Thelma y Louise causó controversia por presentar como heroínas a dos mujeres que recurrían a la violencia extrema, su guionista Callie Khouri defendió que los hombres llevaban décadas disparando antes de preguntar en el cine (Dos hombres y un destino era su referente más directo), pero que cuando se trataba de mujeres o negros (ella ponía de ejemplo críticas similares contra los modelos de conducta en el cine de Spike Lee) se les exigía que diesen ejemplo. Nadie le pide a El lobo del Wall Street que condene la especulación, a Superman que retrate con fidelidad el periodismo o a Marty McFly en Regreso al futuro que deje de llamar “marica” a todo el mundo. Porque esas películas gozan de avales como la sátira, la fantasía o el contexto histórico. Nadie ha criticado nunca que en Beautiful Girls Timothy Hutton se enamore y flirtee con una adolescente. Pero Pretty Woman es indigna porque transmite un mensaje tóxico a las niñas.
Lo que sí que es tóxico es esa conclusión de que las historias femeninas deben presentar valores de decencia y virtuosismo, como si estuviéramos en la Edad Media. Uno de los campos de batalla preferidos del nuevo feminismo han sido, por su inmensa popularidad, las princesas Disney y los ideales de amor romántico, de feminidad pasiva y de damiselas domésticas en apuros que inculcan a los niños. Nadie ha pedido explicaciones, sin embargo, a Aladdín, en la que el héroe se convierte en príncipe solo porque se viste como tal en uno de los relatos más superficiales, clasistas, capitalistas y racistas (solo uno de los personajes de Aladdín tiene acento árabe en la versión original, a ver si adivinan cuál) que Disney ha creado jamás. Pero las princesas Disney, como todo personaje femenino en el cine, tienen el deber de representar y educar a todas las mujeres del mundo. Los chicos Disney, como todos los personajes masculinos en el cine, solo se representan a sí mismos.
Esta lectura ideológica hace que, de tanto atacar a la pobre Aurora por “esperar dormida a que su novio la rescate”, ya nadie se tome la molestia de valorar La bella durmiente como una obra magna de la animación y una de las cimas del arte del siglo XX. La crítica cinematográfica cada vez es menos cinematográfica y nadie parece interesado en valorar Pretty Woman por su calidad, su efectividad y su construcción como película. Porque Pretty Woman es una obra maestra del cine. Y si alguien puede disfrutar de Taxi Driver sin estar de acuerdo con el terrorismo ese alguien también debería poder disfrutar de Pretty Woman sin estar de acuerdo con su mensaje machista.
Hay una razón por la que la escena más mítica de la película, Vivian yéndose de compras, no es romántica sino consumista. Pretty Woman es una fábula sobre el dinero y la clase. Uno de sus aciertos, en este sentido, es ser autoconsciente y sincera: el primer plano es un truco de magia con dos monedas. “Ya sabéis lo que dicen… todo va sobre dinero”. Además de hablar sobre dinero constantemente (Kit, la compañera de piso de Vivian, se ha gastado el dinero del alquiler en drogas; Edward, el personaje de Richard Gere, necesitó 10.000 dólares de terapia para estar en paz con su padre; al final le grita a su abogado “no me aprecias a mí, solo aprecias mi dinero”), todos y cada uno de los personajes de la película ejercen con disciplina su rol en el sistema.
Y eso incluye a la bruja de la dependienta que echa a Vivian de la tienda. Ella solo está haciendo su trabajo, como también lo están haciendo el gerente del hotel (que debe asegurarse a toda costa de mantener la imagen del Beverly Wilshire y a la vez mantener contento a su huésped Edward), la dependienta que ayuda a Vivian a encontrar su primer vestido (que no solo acierta su talla porque “es mi trabajo, querida”, sino que no la juzga cuando Vivian le confiesa que en realidad Edward no es su tío, “nunca lo son, querida”) o el maître del restaurante que coge al vuelo el caracol que se le escapa disparado a Vivian (“estos mamones resbalan”) y la reconforta asegurando que “le pasa a todo el mundo”. Ninguno de esos empleados va a heredar la empresa, pero desempeñan su trabajo con un rigor casi apasionado. Vivian y Edward, claro, también son estrictos profesionales pero la diferencia es que ellos son los únicos personajes de la película a los que conocemos por lo que son y no por lo que hacen. Porque ellos se enamoran por quienes son y a pesar de lo que hacen.
Las screwball comedies de los años 30 no aparecen en demasiadas listas de las mejores películas de la historia, pero son consideradas obras culturalmente legítimas. La costilla de Adán, La fiera de mi niña o Historias de Philadelphia son, por encima de todo, comedias románticas con una arquitectura dialéctica que pocas películas tienen. El secreto era que los dos personajes destinados a enamorarse (Katherine Hepburn y Cary Grant, Katherine Hepburn y Spencer Tracy) hablaban al mismo ritmo y con frases de duración y estructura paralelas, en un toma y daca musical en el que los enamorados no competían por ser el más ingenioso sino que le dejaban al otro frases brillantes en bandeja y, en definitiva, sacaban lo mejor el uno del otro. Esto creaba un mundo privado entre ellos, como si hablasen un lenguaje propio, que Pretty Woman homenajea con algunos de los diálogos más memorables del cine reciente.
El ejemplo más evidente es la negociación del precio de Vivian y su epílogo tan mercantil como romántico (“me habría quedado por 2.000” – “te habría pagado 4.000”), pero el flirteo en estructura paralela también aparece en diálogos como:− Hay poca gente en el mundo que pueda sorprenderme.
− Pues a mí la mayoría me dejan de piedra.
− ¿Qué quieres que te haga?
− ¿Qué es lo que haces?
− Todo, menos besar en la boca.
− Yo tampoco.
− Llegas tarde
− Estás increíble.
− Te perdono. *
- (En la traducción se pierde la musicalidad: You’re late. You’re stunning. You’re forgiven)
Sin embargo, Pretty Woman nunca ha sido particularmente alabada por su guion y en su lugar se utilizan piropos abstractos como “magia”, “encanto” o “carisma”. Su única nominación al Oscar fue para Julia Roberts (perdió contra Kathy Bates por Misery), mientras que en la categoría de mejor guión original estuvieron nominadas la ganadora Ghost, Alice, Avalon, Metropolitan y hasta una comedia romántica que no era Pretty Woman, Matrimonio de conveniencia. El guion de Pretty Woman ni se ha escrito solo ni es fruto de la magia ni funciona por apelar al amor cursi idealizado. Funciona porque es una maquina precisa tan bien engrasada que parece que arte de magia. Y eso es gracias a su director, Garry Marshall, que también se encargó de la reescritura del guión.
El guión original, titulado 3.000$ en referencia al precio que Edward paga por Vivian, era un drama truculento en el que “todo, menos besar en la boca” era “todo, menos por el culo”, en el que en vez pillar a Vivian pasándose el hilo dental Edward la pillaba fumando crack y le daba 1.000 dólares más a cambio de que no se drogase en toda la semana y en el que al final el cliente arrojaba a la prostituta de su limusina en marcha y ella se gastaba el dinero yéndose a Disneylandia con su amiga Kit de Luca. A Disney, que distribuía la película a través de su filial para cine adulto Touchstone (fundada en 1984 para distribuir Un, dos, tres… splash), le horrorizó la idea de insinuar que en su parque temático dejaban entrar furcias y pidió una reescritura total. Así fue como 3000$ se convirtió en Pretty Woman.
La película no puede ser más transparente en su fantasía. El narrador, un hombre negro que abre y cierra la película exclamando “Todo el mundo tiene un sueño, ¿cuál es el suyo? Esto es Hollywood y aquí los sueños se cumplen”, tiene la misma función que el libro que se abría al principio de La bella durmiente y se cerraba al final: encuadrar la historia en una dimensión de fantasía. Pedirle responsabilidades sociales a Pretty Woman, por tanto, resulta tan injusto como inútil. La película se beneficia de una sucesión de artimañas para que el público entre en la historia de amor y olvide detalles tan sórdidos como que la trama empiece con una prostituta, María la flaca, muerta en un contenedor, o que cuando Edward cree que Vivian se está drogando ella se defiende aclarando que dejó las drogas a los 14 años. A los 14 años. Precisamente la escena el hilo dental es una de las que mejor explica la eficacia de Pretty Woman.
Ella pone el orgullo y él pone el prejuicio. Es normal que Edward sospeche que Vivian se está drogando, al fin y al cabo es una fulana que no conoce de nada y los ochenta casi no habían terminado, pero en ese momento el espectador se da cuenta de lo triste que sería que efectivamente Vivian se estuviera drogando. El espectador ya está dentro de la película. La escena acaba con ella pidiéndole que la deje sola, porque le da vergüenza que la mire mientras se limpia los dientes, y su relación ya no es mercantil sino doméstica: el siguiente plano es de Vivian mirando la televisión en el suelo mientras Edward termina unas gestiones. Ya son marido y mujer. Pero no veremos su primer coito porque todavía no es sexo romántico.
El polvo que Garry Marshall sí muestra es el primero que echan en calidad ya de pareja enamorada: ella sale del baño en camisón echándose crema hidratante en la cara y descubre que él se ha quedado dormido (una estampa costumbrista), así que decide besarlo por primera vez y la cámara los sigue observando, pero ahora desde detrás del cabecero. La intimidad de Edward y Vivian es total. Y se ha construido no solo en su relación física sino en instantes como ella haciéndole el nudo de la corbata mientras él le explica, en resumen, en qué consiste el capitalismo (“compro empresas para dividirlas y venderlas por partes”) y ella lo resume todavía más: “o sea, que no construyes nada”. Tan marital es su intimidad que cuando ella le reprocha que le está haciendo sentir como una puta y él le recuerda “es que eres una puta”, esa réplica resulta brusca: el espectador, como la propia Vivian, se había olvidado de que era una prostituta. Y ella explica muy bien por qué: “Llevar ese vestido tan elegante me ha hecho bajar la guardia”.
Pocas películas pueden presumir de que todos sus diseños de vestuario hayan pasado la historia de la cultura popular como Pretty Woman. Los ocho looks de Vivian perviven en la memoria sentimental de millones de espectadores porque cada uno tiene un valor simbólico, narrativo y estético propio. Tom Fitzgerald y Lorenzo Marquez escribieron un ensayo sobre el ropero de Vivian, desde su uniforme de trabajo (un vestido de licra con dos piezas unidas por una anilla: azul y blanco, que con la cazadora roja convierten a Vivian en una simbólica bandera estadounidense) hasta cada una de las transformaciones a las que ella se somete como una Barbie a la que todo le queda bien. “El primer cambio de look de Vivian es un vestido de encaje negro, el mismo tejido de su ropa interior en su primer encuentro. Esta es la estética con la que ella asume que Edward quiere verla: refinada, pero sexual. En todas sus citas Vivian llevará guantes, un accesorio que ya estaba pasado de moda en 1990 pero que evocaba una estética universalmente asociada con la clase alta conservadora” analiza el ensayo. “Cuando Vivian se siente humillada y amenaza con irse, acaba quedándose bajo la condición de que Edward la respete. A partir de ese momento seguirá vistiéndose como una dama pero con colores chillones, reafirmando así su personalidad. El vestido para ir la ópera hace que Vivian parezca una tarjeta de San Valentín gigante. Todo en ese atuendo, desde el color hasta el peinado y las joyas de diamantes con forma de corazón, son símbolos del amor en la cultura de consumo. Sus guantes son extremadamente largos, porque ha alcanzado la cima de su aristocracia, pero el rojo brillante hace que destaque por encima del resto de personas grises que rodean a Edward en su día a día”. Cuando Edward se reúne con el anciano Morse, representante de una América que todavía construía cosas en vez de especular con ellas, todo en esa oficina es de color gris.
Porque uno de los aspectos que los detractores de Pretty Woman siempre pasan por alto es que no solo Edward refina a Vivian, sino que ella lo cambia a él por completo. Lo único que él tiene y de lo que ella carece es de dinero, lo cual en la sociedad en la que ellos (y los espectadores) viven es determinante. La transformación de Vivian es solo estética, mientras que Edward cambia por completo de personalidad, de valores y de escala de prioridades gracias a ella. Tal y como concluye Vivian al final, “ella lo salvó a él”. Reducir la película a “trata sobre un cliente que moldea a su prostituta con vestidos caros” implica que Edward es mejor que Vivian y que ella necesita que la eduquen, dos cosas que la película ni cree ni hace en ningún momento. Simplemente se limita a narrar el sueño americano, que dicta que para triunfar en al vida hay que empezar por vestirse como un triunfador. Y si no que se lo digan a Aladdín.
El guión está lleno de cebos para que el espectador se involucre en ese relato. Sabemos que Vivian es resolutiva porque usa sus botas altas, en las que ha reemplazado la cremallera con un imperdible, para llevar el dinero y los condones. Esto deja claro que es una chica sana: en plena crisis del sida, tan solo tres años antes había sido noticia que Tom Hanks sacase una caja de condones en Dos sabuesos despistados porque Hollywood nunca sacaba condones en sus películas. Sabemos todo lo que necesitamos saber de Edward con su filosofía de coger la habitación o el palco más altos, a pesar de tener miedo a las alturas, porque son los más caros. Sabemos que Vivian es empática porque le basta una cena para comprender que a Edward le cae demasiado bien el señor Morse para comprar y destruir su empresa. Sabemos que es sensible porque llora en la ópera, pero también que esa sensibilidad no le impide ser espontánea cuando exclama “por poco me meo de gusto en las bragas” (aquí la traducción española salió ganando). Sabemos que es generosa porque lo primero que hace cuando Edward le da 300 dólares es dejárselos en recepción a Kit (“50 dólares abuelo, por 75 la vieja puede mirar”), que está en la película para que la vulgaridad de Vivian parezca, por contraste, poesía renacentista. El guión de Pretty Woman, estructurado en citas para que el espectador sepa el qué pero no quiera perderse el cómo, cuida cada detalle con cariño: Vivian confesando que cuando la gente te rebaja mucho te lo acabas creyendo, que lloró sin parar durante su primer encuentro con un cliente y que se acabó haciendo una lista de clientes habituales (es una prostituta de confianza); Kit recordando que a veces esas historias salen bien, quizá no a María la flaca, pero sí a “Putanieves” (que alguien le ponga una calle al traductor de aquel doblaje); o la obstinación de Vivian por decidir quién, cuándo y cuánto y por vivir “el cuento de hadas”, negándose a la propuesta inicial de Edward de “hey nena, te voy a poner un pisazo”. Y esto no convierte a Vivian en un símbolo del empoderamiento femenino, porque no tiene por qué serlo en absoluto, en todo caso es un símbolo de la supervivencia. Pero lo que importa es que Vivian es un personaje portentoso.
“Pretty Woman trata sobre una prostituta que en realidad no lo es… es una joven brillante, divertida y sana que además es preciosa” explicaba Vincent Canby en el New York Times en su estreno. “Y encima tenemos creernos que es sensible porque se emociona en la ópera” coincidía Janet Maslin en el mismo periódico. Estos ataques rezuman unos prejuicios contra las prostitutas (¿acaso no pueden ser brillantes, divertidas, sanas, preciosas o sensibles?) que la película no tiene. Son frases que perfectamente podrían pronunciar la dependienta cruel o el abogado depredador de Edward. Por supuesto que Edward es paternalista con Vivian, pero la película no es paternalista con Vivian y para paternalismo el de los críticos que sienten la necesidad de proteger al gran público de comedias románticas que les inculquen expectativas equivocadas en torno al amor, la escalada social o la prostitución. El público sabe disfrutar de los cuentos de hadas y distinguirlos del mundo real.
Puedes ilusionarte con las emociones (y los vestidos) de Pretty Woman sin que eso te identifique como ser humano, sin aprobar el mensaje superficial de la película y sin que disfrutar de ella diga nada de ti excepto que te gustan las películas ingeniosas, entrañables y entretenidas. Pretty Woman tiene unos valores cinematográficos (su guion lleno de detalles, la simbología de su vestuario, su discurso de clase y eficiencia profesional) que la redondean como una obra maestra de su género. Pero ese género la condena a llevar un estigma de “placer culpable”. Lo de placer, 30 años después, ya está fuera de toda duda. Y a tenor de las audiencias que sigue haciendo y el lugar que sigue ocupando en la historia de la cultura popular, culpabilidad ninguna.
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