"He decidido desvelar lo que sucede entre bambalinas". Alessandro Michele había prometido convertir su último espectáculo –con este prodigio ya no podemos hablar de simple desfile o colección– para Gucci en la Milan Fashion Week en una poesía compuesta de "una partitura", "un ritual", "una ceremonia", "una sucesión de pasos". Y ha cumplido. Le ha dado la vuelta a los elementos de la pasarela, subvirtiendo todo lo que se espera de un desfile, para convertirlo en el "evento mágico cargado de encanto. Un ejercicio litúrgico que interrumpe lo ordinario, inundándolo con un exceso de intensidad".
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Para empezar, el acceso de los invitados –"una tribu de espectadores emancipados"– se produjo a través del backstage, una oportunidad para apreciar in situ las bambalinas del desfile, y cómo el equipo del maquillador Thomas de Kluyver y el estilista Paul Hanlon creaban múltiples identidades para las modelos, con ecos de los años 70 y el disco, de las mutantes tribus urbanas de Shibuya, del puritanismo teñido de post punk gótico. Todo envuelto en los estallidos de color de Michele, las flores de Gucci –con la complicidad en el calzado de otros pétalos de invierno, los de Liberty London–, presentado con la estética de las tiendas de muñecas de porcelana.
El escenario era un carrusel circense, un display giratorio y acristalado a medio camino entre la atracción feriada y el escaparate. En el centro, apartados de la luz, los maniquíes y los asistentes esperaban a las modelos. Todos los cambios y la trastienda del evento se realizaban ante los ojos del espectador, con las modelos ya vestidas en primera línea, inmóviles, mientras el carrusel iba girando.
La inspiración se hizo patente cuando las palabras de Federico Fellini abrieron el espectáculo en el centenario del director: "(…) El cine solía ser eso, una sugestión hipnótica, ritualista; algo religioso. Solíamos salir (…) hacer cola para toda una sucesión de rituales: comprar las entradas, esperar a que se abriera el telón, acompañar al acomodador, contemplas el auditorio medio iluminado, localizar a unos amigos… Luego se atenúan las luces, se enciende la pantalla y comienza la epifanía. El mensaje. Un ritual ancestral, el mismo de siempre, cambiante en forma y modo, pero siempre igual: estás aquí para escuchar".
Y eso ha sido el desfile: una linterna mágica al ritmo de Bolero de Ravel, una reconquista de la magia en tiempos de redes sociales. Fellini, en esas palabras, hablaba del asesinato del ritual del cine a manos de la televisión, que quitaba magias y escenarios y alejaba a las películas del circo, del ritual comunal. Michele aquí hacía lo propio: la presentación de las modelos, inmóviles, las convertía en instantáneas giratorias, en fotogramas, en un desafío a Instagram, mientras el bullicio se producía en el centro del carrusel, donde los nervios y los cambios se producían en directo, sin trampa, ante los ojos de unos espectadores sobrecogidos.
Al final, las modelos recobraron el movimiento para abandonar el carrusel mientras los modistos, inmóviles, recibían el foco. Al extinguirse la música, y ya en una caja vacía de todo menos de luz, Alessandro Michele apareció para recibir el aplauso al final del ritual reinventado.
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