Son muchos los factores que confluyen para que el modest dressing –que se traduciría al español como el vestir recatado–, sea el estilo que mejor define la última década. Esta premisa estética que, en realidad, no tiene nada de novedosa se inspira en el atuendo de grupos cristianos como los Amish y promulga una filosofía conservadora en el vestir con una máxima clara: revelar lo mínimo de la figura femenina y apenas dejar centímetros de piel a la vista. Pero si hace algunos años eran los vestidos pradera de reminiscencias victorianas y largo hasta los tobillos –con excepciones como el midi–, prácticamente los únicos que se subían a la pasarela de la mano de firmas como Emilia Wickstead, Gucci o Valentino, ahora, junto a marcas que han hecho de esta silueta su bandera –Ganni, Cecilie Bahnsen, Simone Rocha o Erdem, entre otras–, conviven otras que reivindican el poder femenino desde el podium de escotes vertiginosos y sugerentes drapeados. El resultado es una amalgama de vestidos que se inspiran en el pasado pero miran hacia el futuro con la intención de reconstruir un nuevo presente más reconfortante.
© Creatividad de Mar Lorenzo, imágenes cortesía de Batsheva, Mango, Zara y Getty Images
Vestido vainilla de volantes, de Mango. COMPRAR
Esta temporada, las marcas que tienen su razón de ser en los volantes, el tul y la organza y en las faldas voluminosas conviven con otras que, con la misma intención, encuentran su equilibrio estético a medio camino entre las referencias a lo Amish y La casa de la pradera. Con base en Nueva York, Batsheva fue una de las pioneras en crear diseños que exploran los estilismos americanos del vestido femenino. En el universo de Batsheva Hay tienen cabida las hermanas Ingalls, las tapicerías antiguas y las creaciones de la británica Laura Ashley quien, allá por los años 50, sacó su propia versión de estos vestidos estampados con flores minúsculas.
© Creatividad de Mar Lorenzo, imágenes cortesía de Batsheva, The Vampire’s wife y Getty Images
Vestido estampado, de The Vampire’s wife. COMPRAR
En 2019, el furor que desató el documental Wild Wild Country y el segundo éxito del director norteamericano, Ari Aster, Midsommar, dejó claro que la fascinación hacia los cultos y las sectas religiosas tienen mucho que ver con la estética que define la moda de los últimos diez años. La distopía colorida, la frágil frontera que separa la fé del fanatismo y el carisma que se supone a los líderes espirituales configuran una especie de universo New age que influye también el vestir y que origina una epifanía inspirada en el estilo de cultos de diversa índole y exalta la sororidad femenina a través de cuellos con volantes que alcanzan hasta mitad del cuello y puños cerrados en las muñecas.
© Creatividad de mar Lorenzo, imágenes cortesía de Becomely, Mango, Shrimps y Getty Images
Vestido estampado, de Mango. COMPRAR
Esta excentricidad en la vestimenta caló pronto entre prescriptoras y editoras de moda –los vestidos de Batsheva Hay y de The Vampire’s wife han sido algunos de los más buscados en las últimas temporadas– y, aunque la calle tardó algunos meses más en enamorarse del estilo comedido, firmas como Zara se dedicaron a explotar su faceta más comercial para acercarlo al gran público. Gracias a la firma gallega, a (casi) nadie le sorprenden los volúmenes exagerados y las reminiscencias eduardianas y, a pesar de que no es una tendencia apta para todo el mundo, no se le puede negar su calado más allá de la mera estética porque a las puertas del verano de 2020, llevar un vestido Amish es toda una declaración de intenciones.
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