Camisones de popelín imperial, ropa de cama impoluta, baños y nada de ejercicio: en casa como Karl Lagerfeld

Lo primero que hacía Karl Lagerfeld (Hamburgo, 1933-París, 2019) nada más levantarse –después de haber dormido siete horas, ni una más ni una menos– era desayunar. Un gesto nada original, salvo por un detalle: jamás bebía café, te u otras bebidas calientes. Las detestaba. En su lugar, y tal como reveló en su día a la edición estadounidense de la revista Harpers Bazaar, tomaba dos batidos de proteínas con sabor a chocolate "y, por supuesto, nada de azúcar". Después, ya estaba listo para comenzar su rutina diaria, palabra que por cierto odiaba tanto como el café.

El recordado director creativo de Chanel y de Fendi amaba otras muchas cosas. Las vistas al Museo del Louvre y al Sena desde la ventana de su casa en la orilla izquierda del río, por ejemplo. Leer la prensa internacional cada mañana. O las camisolas de popelín imperial que, durante 60 años, le confeccionaron en la sucursal parisina de la camisería inglesa Hilditch & Key, en la rue du Rivoli, "a partir de un camisón para hombre del siglo XVII que descubrí en el museo Victoria and Albert de Londres".



En 2008 la edición estadounidense de Vogue publicó un reportaje fotográfico de su casa de París en el que se veía su estancia más preciada: su dormitorio, que compartía con su gata Choupette –ella solía dormir a los pies de la cama–. Una habitación en la que las paredes de cristal transpartente contrastaban con las sábanas blancas y la colcha a juego de ganchillo. Sí, Karl Lagerfeld tenía una colcha de ganchillo. Al modista alemán le encantaba la ropa de cama antigua, "el encaje y los edredones mullidos". Para él, pocos placeres terrenales podían compararse a la sensación de meterse en la cama limpia con un camisón blanco recién planchado. Quizá el de darse un largo baño a eso de las 12 del mediodía. El modista alemán no era en absoluto partidario de las duchas. Por lo demás, su tocador incluía cremas de La Mer, Sisley o La Prairie, la fragancia Boy de Chanel y un colirio de Dacryoserum. El champú en seco de Klorane le ayudaba a conseguir el característico color blanco de su cabello –que en realidad era gris–, que siempre llevaba recogido y cepillaba cuidadosamente con un peine de Shu Uemura.

Naturalmente, la vida interior del modista, fotógrafo e ilustrador, por citar tres de sus múltiples facetas, excluía el ejercicio físico por prescripción de su médico –"ya hice suficiente cuando era joven. Soy muy flexible", decía– y cualquier atuendo que se pareciese remotamente a un chándal. Y es que, como reza una de sus frases más célebres, "el chándal es un signo de derrota. Pierdes el rumbo de tu vida y te compras uno". Otra decía así: "Aburrirse es un crimen. Hay tantas cosas que hacer… Lea, aprenda, observe".

"A Los 14 años me di cuenta de que había nacido para estar solo”, confesó. A pesar de que llevó un ritmo social frenético en las décadas de los setenta y ochenta, en los últimos tiempos apenas salía salvo para ir a La Maison du caviar, su restaurante favorito. Lo habitual era que cenase en la casa de la Rue des Saints-Pères, la residencia que reservaba para almorzar, mantener a su servicio y celebrar algunas reuniones, y volviese a su hogar, a escasos metros de allí, con Choupette. "Vivo en un escenario con las cortinas echadas y sin público", decía, teatral, sobre su estilo de vida, que consistía básicamente en dibujar y explotar su capacidad para imaginar épocas pasadas –uno de sus personajes favoritos era madame Palatine, esposa del hermano gay de Luis XIV, el duque de Orléans.

A lo largo de su vida proyectó sus diferentes residencias –llegó a tener más de siete: en París, en Fontaineblau, en Montecarlo o en Biarritz– a la manera del siglo XVIII, de los años 20 y 30 del siglo XX o al estilo Memphis. Una de sus salas de estar recreaba por ejemplo un set de Richard Wagner. "Me encanta decorar, destruir y redecorar", aseguraba. Si estos días hace lo mismo, no se sienta en absoluto culpable.

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