"Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto”.
Así comienza Historia de dos ciudades, la obra maestra de Dickens que contraponía las urbes de Londres y París con la semiótica derivada de cada una de ellas en los albores de la Revolución francesa. La capital inglesa era sinónimo de cabalidad y calma; la segunda, del abismo frente al caos que estaba por venir. Es un fragmento que memoricé hace mucho y que me ha venido a la cabeza este 2020 cada vez que nos acechaba otra mala noticia —y han sido unas cuantas—. Ha sido el peor de los tiempos, y no hace falta que explique mucho esa parte, porque en el momento en que se cierra esta edición rondamos 1.600.000 fallecidos en todo el mundo, una cifra monstruosa extraída de entre los casi 70 millones de contagios por COVID-19. La pérdida, sobre todo la pérdida a distancia, la que no ha podido ser debidamente atendida ni despedida, nos ha puesto frente al precipicio de la inhumanidad. Primero negamos que la pandemia fuera a alcanzar a nuestro país —y esto sucedió en todos los países— porque ese es el gatillo de las fases del duelo. Más tarde nos enfrentamos al dolor y al control de daños, y ahora nos quedan las heridas y el miedo a seguir contagiándonos.
La revista Time, casi siempre lúcida en sus visiones panorámicas, ha establecido este que abandonamos como “el peor año de todos”. Sin medias tintas. Ni siquiera los beligerantes tuiteros abonados a la abogacía del diablo pueden rebatir esta máxima. Pensábamos que todo iba a salir bien y pintamos arcoíris, pero 2020 ha sido más cruel de lo que pronosticaría cualquier malpensante. A cada mala noticia nos sobrevenía una peor con nombre de segunda ola y el pánico a que sigamos contando otras nuevas.
Hemos renunciado al optimismo por las malas, a nuestra identidad —para empezar, las mascarillas nos han borrado las caras y con ello las sonrisas, si es que hemos tenido algún momento para sacarlas a relucir—, nos han impedido tocarnos y abrazarnos y soplar velas. Conozco a varios que han decidido no cumplir años hasta 2021. Nos replanteamos muchas cosas a futuro, como saludarnos con dos besos e incluso la forma de afrontar el ocio cuando no podíamos salir a la calle. Nos habían cerrado los parques, que es una frase tan triste como una canción de Maná. ¡Los parques! El maldito bicho nos impidió hasta jugar, que es lo que pasa cuando nos castigan en la fase más dúctil de nuestras vidas.
Nuestros hijos lo asumieron poco a poco y se les puso cara de pantalla. Llegó un momento en que ni quejarse se les ocurría porque veían a sus padres agobiados, (tele)trabajando más que nunca, echando cuentas de cómo llegar a fin de mes cuando los meses —marzo, abril y mayo— fueron más interminables que nunca. Y no puedo vender un titular de victoria como siempre que se busca la antítesis por contraste porque no hubo perdices al final del cuento, porque el cuento no ha acabado y porque, pase lo que pase, ya no saldremos de una pieza.
A la vez era el mejor de los tiempos porque la pandemia apresuró a los científicos a remar todos a una: detectaron, aislaron y secuenciaron el genoma del virus en apenas dos semanas, desarrollaron fármacos para el tratamiento de las fases agudas de la enfermedad en dos meses y obtuvieron tres vacunas prometedoras en lo que dura un embarazo. Nos familiarizamos con la palabra “Zoom”. Comimos y bebimos a distanciacon gente recuperada o nueva, y puedo decir que consolidé tres amistades robustas que llegaron para quedarse. Hace muy pocos días comenzaron a nacer los últimos niños concebidos antes de la pandemia y ahora veremos si el encierro propició unas ganas de querernos semejantes a las del gran apagón de Nueva York del 9 de noviembre de 1965. Ya nos confirmaron que en agosto se multiplicaron los divorcios por la misma causa. Lo que no sabemos si sobrevivirá es el impulso que nos entró a todos de hacer bizcochos caseros, o, Dios nos asista, de cocinar nuestro propio pan.
Recuerdo nítidamente que el pasado 31 de diciembre, casi poseído por el espíritu de Nostradamus, me negué a felicitar el año con esa fórmula manida de: “Seguro que 2020 será mejor que 2019” porque no quería ser gafe. Puedo repasar aquella hemeroteca mensajística y decir –apenado— que hice bien. Ahora que somos no sé si más sabios, pero seguro que más viejos, lo único que se me ocurre es implorar en nombre de todos: “Por favor, 2021, compórtate”.
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