Ni Marlene Dietrich lo logró: así destrozaron el baile flamenco las actrices en el cine

Cuando Stewart Granger sustituyó a Errol Flynn en Scaramouche, la productora contrató para entrenarlo al campeón europeo de esgrima, el belga Jean Heremans. Según The Encyclopedia of the Sword, rodar la secuencia más larga con espada de la historia del cine –seis minutos y medio, un sinfín de movimientos y 27 acrobacias–, fue lo más difícil de aquel rodaje. Más ligera debió ser la formación de Ann Margret en En busca del amor para enfrentarse al reto de bailar con el enorme Antonio Gades. No es que la actriz hiciera el ridículo en la cinta de Jean Negulesco, pero más que danzar hace ver que danza y el flamenco tarda un minuto en convertirse en una canción muy de la época, 1964, y el taconeo, en un leve contoneo de caderas y un sugerente aleteo de pestañas.

Es un buen ejemplo, y no el de peor resultado, de cómo se ha tomado la gran pantalla lo de reflejar el baile jondo, algo que puede comprobarse leyendo Flamenco y cine (Cátedra, 2019), libro que acaban de publicar Ania Haas y Carlos Aguilar. En esas páginas está todo: documentales, ficciones, letristas, bailarines metidos a actores y actores, pero sobre todo actrices, metidas a bailaoras por exigencias del guion. No siempre con mucho acierto, hay que decir, ni siquiera en el caso de Margret, curtida en compartir pantalla y golpe de cadera con el mismísimo Elvis Presley.

Pero una cosa es improvisar un rock y otra emular el arte de Enrique el Cojo o La Mejorana, aunque Aguilar cree que hay honrosas excepciones entre las extranjeras que tuvieron que parecer flamencas en tiempo express y durante unos minutos. “Las estrellas internacionales eran reclamadas para esos personajes por razones comerciales, pero los resultados a menudo fueron apreciables en términos estéticos, sobre todo en las actrices francesas. En concreto, Brigitte Bardot me parece que está muy bien en La femme et la panti”, explica a Vanity Fair el autor del libro.

Que el resultado de BB fuera mejor que otros tiene que ver, como en el caso de Scaramouche con el esgrima, con el entrenamiento: para esa cinta estrenada en 1958 la instruyó Lele de Triana. Lo mismo le pasó en La ironía del dinero, de Edgar Neville, a Cécile Aubry, a la que enseñó Faíco, artista sevillano que dio la vuelta al mundo bailando flamenco. En esa historia, además, aparecen dos familiares suyos, también de la misma disciplina: Juan y Toni el Pelao, quienes no dan en absoluto esa sensación de baile de cartón piedra que se ve en algunas de las cintas que citan en su libro Aguilar y Haas.

Bailar ‘eliptícamente’

Aguilar cree que el balance en esa relación entre lo jondo y la pantalla es positivo. “El cine ha tratado al flamenco mucho mejor de lo que se considera por lo común, por falta tanto de querencia a la materia como de conocimiento de causa. Es más, no pocas películas mediocres se salvan de la nulidad gracias a las intervenciones flamencas”. A él no le preocupa que en muchas de esas historias no se distingan los palos, si el resultado es, cinematográficamente hablando, aceptable. Da igual que la protagonista no demuestre ser capaz de marcar los pasos ni de una rumba: “Respecto a The Devil Is a Woman, es una película tan genial que trasciende cualquier objeción de base; de hecho, considero las siete películas de Josef von Sternberg con Marlene Dietrich como un bloque superlativo del Séptimo Arte.”

En esa cinta, la alemana interpreta a una bailaora, Conchita Pérez, vestida por Travis Banton, artífice del look inconfundible de la Dietrich y modisto de las grandes divas del Hollywood dorado. Eso sí, en cuanto a la danza de Conchita, como dice Aguilar en Flamenco y cine, aunque Dietrich tiene varios números musicales, “baila flamenco solo elípticamente”. Aún así, “el respeto, musical y social, por el flamenco, por extensión por la etnia gitana comienza realmente con María de la O (1939) y Embrujo (1947). Y a partir de entonces, aparece en muchas otras películas, argumentales y documentales, a lo largo de las décadas, hasta hoy”, explica el historiador del cine.

La visión de otro historiador, este del Arte, y además gitano varía un poco. Miguel Ángel Vargas explica que esa manera de retratar el flamenco en el cine, cogido por los flecos y no pocas veces tópica, tiene que ver con el modo en que se ha estereotipado a los calés. “Desde la Gran Redada de 1749, arranca la afición a los gitanos, una moda reaccionaria entre las clases nobles de Madrid, Andalucía y Barcelona”, explica a Vanity Fair. De esa moda nacen las tonadillas escénicas del siglo XIX que pintaban a dicha comunidad “como personajes ridículos, cómicos, a los que les pasan tonterías” y esas son las historias que hereda el cine, que propaga esa imagen como la pólvora. Una imagen que se contagia al flamenco y no al revés.

Y si el intérprete es gitano

Cuando Aubry rodó La ironía del dinero llevaba algo de ventaja, pues era bailarina. Fue el mismo caso de Claudia Corday, cuya carrera en la pantalla fue muy corta pero llegó a participar en La hora de Alfred Hitchock e hizo un papel de bailaora más que respetable en El fantástico mundo del doctor Coppelius. Pero no es el caso de la mayoría de artistas que se han metido en camisa de once varas jondas pagando por ello cierto ridículo. Un ejemplo fue Laetitia Casta en Gitano, la cinta en la que Arturo Pérez Reverte fue guionista y Joaquín Cortés protagonista.

“Casta estaba horrorosa en esa película, pero es que no es actriz, es modelo”, opina Aguilar, que añade que “la actuación de cine requiere unas condiciones muy especiales, por esto supone una profesión”. Tampoco conocer el flamenco es garantía de una buena interpretación, aunque Carmen Amaya lo hiciera en sus películas como en los tablaos de la vida real: impecable. También La Chana, que apareció en una escena apabullante de la película The Bobo, de Peter Sellers, que enloqueció al verla bailar en Los Tarantos de Barcelona. Pero no así Cortés, que se convirtió en un ejemplo de cómo crea un guionista un personaje calé en pocos minutos: reduciéndolo y exotizándolo.

En el caso del cordobés fue más sangrante porque es gitano y además, artista flamenco. Pero es que, si ya es poco respetuoso representar mal un arte entero habiendo como hay maneras de formarse y documentarse, representar una identidad con un par de personajes y un par de horas de metraje sin tomarse muchas molestias es, además, un asunto delicado.

Vargas reconoce que es muy complicado reflejar una identidad en el cine sin traicionarla, pero tampoco ayuda que siempre se cuente la misma historia. “Hay que pensar que en el mismo año que Peret se graba cantando en su barrio en catalán, caló y español, se estrena la serie documental de TVE Rito y geografía del cante, donde aparecen familias como los Peña de Lebrija. Son realidades muy distintas que no se reflejan así en el cine, que siempre opta por reflejar la imagen tópica”.

Es lo que ocurre en El hombre, el orgullo y la venganza, spaguetti western en el que se oyen una saeta y un fandango muy correctos, pero Tina Aumont interpreta a una sensual gitana que ejerce la prostitución en un cliché que redunda en esos tópicos que se conformaron en un tiempo que ha estudiado Vargas muy a fondo. Por eso, dice, los gitanos que son artistas hoy también tienen una responsabilidad con la imagen que dan de su comunidad y deberían evitar dar siempre la misma. "Es decir, más Alma gitana y menos Gitano", comenta contraponiendo la cinta de Cortés a la que rodó Timo Lozano ynarra la vida de algunas familias gitanas de Madrid, por ejemplo, la de los Habichuela.

Sexualiza, que algo queda

Es cierto que Bardot en su película mantiene la postura y se mueve con gracejo, pero es obvio que no es eso lo que busca el director, que la pone a danzar cubierta por un mantón, casi desnuda. La confusión entre apasionado y sensual suele sufrirla el flamenco cuando se coge como pretexto, como adorno o como mero disfraz en una historia. En esa líneahan ido también papeles como el que interpretó Natalia Estrada en Il Ciclone, una cinta bochornosa, donde el flamenco que bailan ella y el resto de protagonistas –representan a una compañía que está de gira– parece aprendido en una tarde.

Y aunque es a las extranjeras, y a ningún extranjero, a quienes se ha puesto a darse una pseudo-pataíta por bulerías, esa sexualización no solo les afecta a ellas. Cortés también sirve de ejemplo para esto, pues en la película con Casta, se coge a un intérprete gitano, exitoso bailaor entonces, para explotar su racialidad y poco más. En pantalla, eso se reflejó de una manera bastante burda con el artista apareciendo a cada instante con el torso desnudo en un intento de representar al macho conquistador e irresistible, tópico que persigue –y algunos explotan– a muchos artistas, especialmente a los flamencos.

Reflejar lo diverso nunca es fácil. Como apunta la catedrática de Antropología de la Universidad de Sevilla, Cristina Cruces Roldán, tampoco juega a favor del arte jondo que en su origen no naciera para la escena, sino para brotar con espontaneidad, no para ser guionizado. También reconoce que la tentación de caer en los lugares comunes es grande siendo como es el flamenco tan plástico y tan goloso para la cámara. No hay más que ver qué personaje y qué motivo eligió Thomas Alva Edison para grabar su primera cinta con el kinetocospio en 1894: Carmen Dauset Moreno “Carmencita”, una bailarina de corte español a la que Cruces Roldán define así: "Embelesó a los públicos de vodevil en la costa este norteamericana a finales del XIX por sus ensoñadores bailes y quiebros de cintura”.

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