‘Modern Love’: el amor en tiempos de algoritmo

Modern Love es una columna que The New York Times lleva 19 años publicando y otros tantos siendo objeto de mofa semanal entre los lectores más cínicos del periódico. Cada entrega cuenta una historia con su moraleja (en la línea de “y así es como funciona el amor”) y desde hace dos años también existe en formato podcast y serie. La segunda temporada, que al igual que la primera es una antología de ocho episodios independientes con el amor como nexo, se estrena hoy en Amazon Prime Video.

Una de las claves del éxito de Modern Love es que sus referentes, inevitablemente, son del cine de los noventa. Ha habido tan pocas historias de amor en la ficción actual que cuando la gente piensa en “un amor de película” los ejemplos más modernos son de hace 25 años. Modern Love hereda las tramas de la comedia romántica noventera (un hombre y una mujer que se enamoraron de jóvenes en un Interrail, como los Jesse y Céline de Antes del amanecer, se reencuentran en su madurez), hereda sus relaciones inquietantes romantizadas (el portero de un edificio que se inmiscuye en cada detalle de la vida íntima de una inquilina) y hereda hasta sus escenarios. El Nueva York de Modern Love solo existe en las películas de Woody Allen, en las historias de Nora Ephron y en la imaginación de los turistas. Se trata de una ciudad poblada de gente feliz cuya única preocupación es el amor porque tienen todo lo demás cubierto. Las desgracias son momentáneas. Los pisos, diáfanos y decorados con un gusto excelente. Y sus trabajos van desde guionista a crítico literario o escritor.

Esta armonía estética y sentimental surge de John Carney, supervisor, productor y director de varios episodios de la antología, que ya demostró con sus películas Once y Begin Again que no tiene la menor intención de disculparse por creer ciegamente que el amor es lo único que importa. Carney parte de la base de que el público que ha dado clic en una serie titulada Modern Love solo quiere sentirse reconfortado (probablemente mientras hace cualquier otra actividad como doblar la ropa). Modern Love es una fantasía que, al evocar explícitamente la comedia romántica de los noventa, huye de cualquier atisbo de cinismo. Y de incluir a personajes que no sean blancos.

Una de las críticas principales que recibió la primera temporada fue que la serie solo sacaba actores de color como secundarios decorativos. En el episodio más exitoso de la antología, Anne Hathaway deconstruía el arquetipo de chicapizpireta que tan rentable le salió a Meg Ryan y mostraba cómo detrás de toda esa efervescencia había oscuridad y problemas de salud mental. Lexi (no hay nombre más efervescente que Lexi) conseguía salir del hoyo gracias a su mejor amiga del trabajo, una mujer negra que repetía la fórmula del “negro mágico” tan habitual en el Hollywood de los noventa: personajes de color sin entidad propia que solo aparecen en la historia para ayudar al protagonista blanco en su viaje.

En la segunda temporada el algoritmo ha hablado y Modern Love se convierte en un manifiesto sobre el amor pero también sobre la diversidad. Hay una pareja de una mujer asiática y un hombre negro cuyos amigos son gais y latinos. La mitad de los episodios están protagonizados por gente de color, mientras que los otros cuatro están atestados de extras de color. No es que la raza (ni la clase, ni el poder) tenga relevancia alguna en Modern Love, claro, porque la serie apela al eslogan de que el amor está por encima de cualquier circunstancia. Y se sale con la suya porque no está ambientada en el mundo real. Está ambientada en el mundo de las películas. Un mundo en el que la política no existe, en el que si una mujer se plantea abortar lo hace sin pronunciar la palabra “aborto”. Y, por supuesto, sin llevarlo a cabo.

Las comedias románticas de los noventa, aunque supuestamente apolíticas, sí incluían factores externos al amor en sus tramas como el dinero (Pretty Woman), la clase (Notting Hill) o el sistema capitalista (Tienes un e-mail). Modern Love no. Su único objetivo es provocar la misma sensación que pinchar en el hashtag #love y pasar horas mirando lo que otra gente entiende por “cosas bonitas”: desayunos, maquillajes, atardeceres. En el ecosistema de Instagram tener una relación bonita es un capital social tan poderoso como tener una casa bonita, una ropa bonita o un cuerpo bonito. La estética de Modern Love es tan bonita y tan impersonal como la de cualquiera de las cafeterías deliberadamente acogedoras que empezaron a proliferar en el Nueva York de los noventa y que ahora han invadido las capitales del mundo. Y así, involuntariamente, la serie consigue retratar una de las principales acepciones del amor moderno: una etiqueta que se utiliza más a menudo como idea, como escudo o como eslogan de autoayuda que como sentimiento. Un hashtag que de tanto usarse se ha quedado vacío de significado.

Modern Love se vuelve, por momentos, cursi, predecible y ridícula. Cada nueva historia genera expectativas y a veces conectas desde el principio, otras te aburres a la mitad y algunas simplemente no son para ti. Pero hay una fuerza inexplicable (el tiempo libre, las ganas de sentir algo nuevo, la curiosidad) que lleva al espectador a seguir intentándolo y dándole la oportunidad al siguiente episodio. ¿Acaso no es exactamente así como funciona el amor?

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