La muerte que confirmó ‘la maldición de los Grimaldi’

Fue demasiado para Carolina de Mónaco. Ocho años y 19 días después de la muerte de su madre en un accidente de tráfico, Stefano Casiraghi, su gran amor, moría en las aguas de Saint-Jean-Cap-Ferrat, la península privilegiada entre Cannes, Montecarlo y Niza. Era, como hoy, día 3 de octubre. En el corazon de los Alpes Marítimos, el marido de Carolina, el play-boy domado, el padre de Pierre, Andrea y Carlota, defendía su título de campeón mundial de offshore clase I, la Formula 1 de las aguas, en una segunda manga sin mayor dificultad aparente, al mando de los aceleradores de la Pinot de Pinot (12,8 metros, cinco toneladas, dos motores de 800 caballos capaces de hacerla surcar el aire y el agua). En las labores de piloto, su amigo Pierre Innocenti. A 700 kilómetros de allí, en París, Carolina pasaba el día con su eterna amiga Inés de la Fressange, en cuya boda había disfrutado ese mes de junio.

El día amaneció nublado y fue volviéndose grisáceo, y el mar, calmado al principio, también entró en marejadilla según se aproximaban a la primera boya. Lo justo para que Casiraghi se confiase: "¡Genial, va todo perfecto!". La Pinot de Pinot lideraba la carrera y Casiraghi inyectó más potencia. De repente, la lancha comenzó a rebotar y girar sobre el agua. Innocenti salió despedido. Casiraghi quedó atado al asiento como un muñeco. Las cinco toneladas de la Pinot de Pinot empezaron a hundirse. Cualquier ayuda llegaría demasiado tarde. Aunque al principio existieron dudas sobre si se ahogó, la causa oficial de la muerte fue la violencia del impacto. La Pinot se había topado de frente, entre 150 y 175 kilómetros por hora, con una pequeña ola. Un muro de agua a esa velocidad, que hizo levitar la embarcación y estrellarse bocabajo en un primer rebote contra aguas que, con esa fuerza impulsando su tonelaje, tenía la consistencia del cemento. Innocenti salvó la vida al salir despedido, y tuvo que vivir desde el hospital el funeral y el entierro. El Campeonato se suspendió. No hubo ganadores ni trofeos. La muerte de Casiraghi destrozó a Carolina. Fue Rainiero quien tuvo que explicarle a los tres hijos del matrimonio el destino de su padre.

El día 6 de octubre, Carolina se descompuso en el funeral, en la catedral de San Nicolás, la misma donde ocho años antes había acudido al entierro de su madre, con entereza regia. La eterna resistente, la que se echó encima el peso de la familia y la representación de su madre en la agenda pública de los Grimaldi, no pudo más. Casiraghi había aparecido en su vida poco después de morir su madre. El rico Casiraghi, siempre al límite, no parecía un buen sucesor del desastre que había sido el enlace de Carolina con Junot, roto en tan sólo dos años. Pero fue él el que le dio a la princesa la estabilidad y el apoyo que ella transmitió a su familia.

Pese a que el Vaticano frunció el ceño ante su temprana boda, impura a los ojos de la Iglesia. La nulidad con Junot no se había concedido cuando Carolina, embarazada de tres meses, se casó con Stefano. Esa situación ilegítima para lo eclesiástico impidió que se declarase el luto oficial. Sólo hubo banderas a media asta para el padre de tres niños que hasta 1993 no verían reconocidos por edicto papal sus derechos sucesorios.

Casiraghi siempre había sido adicto a la velocidad y la adrenalina. Su Ferrari no era de adorno e incluso había sufrido algún accidente con Carolina a bordo. En el mar, donde había encontrado su pasión casi al tiempo que a Carolina, llevaba siete años compitiendo en offshore. Y suyo era el récord mundial de velocidad de la época, establecido en 1984: 278,5 kilómetros por hora. En 1989, se coronó como campeón. Murió con 30 años, dejando viuda a Carolina, con tres hijos y 33 años.

Tras el entierro, íntimo, en la capilla de La Paz, Carolina desapareció. El 27 de octubre visitó a la familia de Casiraghi en Milán, donde pudo compartir su dolor. Pero, salvo esa visita relámpago, nadie supo de ella durante seis semanas. Hasta el 19 de noviembre, cuando en el transcurso de la fiesta del Principado, subió sin ayuda las escaleras de la catedral fatídica. Durante la misa, se vino abajo. Desconsolada, necesitó ayuda para llegar hasta un coche oficial, donde su hermano Alberto permaneció a su lado. Tras ese día, Carolina comenzó un exilio rural en la Provenza francesa, donde pasaría dos años recuperándose.

Artículo publicado originalmente en Vanity Fair el 3 de octubre de 2018 y actualizado.

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