Sé que suena un tanto inapropiado en estos tiempos afirmar que se tiene mucho más trabajo del que a veces se es capaz de asumir, pero así es mi vida desde hace un año.
Al mismo ritmo que aumentan mis visitas a los médicos (en plural) y mi ingesta de medicamentos (ríndete al pastillero, amiga), también lo hacen los encargos. Hay días en que no puedo más, que mis “sentadillas” consisten en meter los cacharros en el lavavajillas; los “estiramientos” los hago al recoger las sábanas del tendedero; y las posturas de Pilates las practico para meter la escoba debajo del sofá. Esos son mis momentos de «pausa». Saca tiempo para ti y cuídate, otra gran falacia de la vida moderna.
Hay dos cosas, bueno, tres, que obligadamente he tenido que incluir en mi rutina: las alarmas para avisarme de las horas de la medicación, obligarme a salir a la calle a andar (si puede ser una hora, mejor), y desconectarme de todo aparato a las 21:30 de la noche. Comprobado: o me voy a la cama con un libro (el viejo y acogedor papel) o tardo en dormirme muchísimo más.
El problema es que no leo, devoro, y llevo tres libros en siete días. Al parecer se ha puesto de acuerdo toda la gente a la que admiro para publicar a la vez, y esto no hay presupuesto que lo aguante.
Aunque si no me lo puedo gastar en buen vino (medicinas y alcohol no puede ser), no puedo ir a ninguna parte, y trabajo por encima de mis posibilidades, algún capricho tendré que darme ¿no?, aunque sea más espiritual que otra cosa.
Nota: el capricho físico y emocional ya me lo da Amante, todo bien.
Mi última lectura ha sido La muela, de Rosario Villajos, una autora cordobesa a la que descubrí a través de amigos comunes en la presentación de su anterior libro Ramona.
Ramona lo leí en un solo día, robándole horas al sueño, porque literalmente no podía parar. Tanto engancha la prosa de Rosario.
Con La muela hubiera ocurrido lo mismo si mi ajetreada vida me hubiera dejado margen para ello, pero también me lo he comido, y estaba riquísimo, he de decir.
Creo que no hago mucho spoiler si cuento que casi he podido oler esos baños con moqueta de los pisos compartidos de Londres. Que he sentido no el desamparo (no es esa la palabra), ese estar colgada en un sitio horrible con un trabajo horrible, rodeada de gente que ni te entiende ni hace el mínimo esfuerzo por hacerlo. Algo que va mucho más allá de la barrera del idioma.
No os voy a contar más de La muela porque sería destriparlo, pero os recomiendo que lo leáis, porque está escrito con un humor muy negro, pero también alberga mucha ternura, quizá no el tipo de ternura de una almibarada serie de Netflix (de esas que son como echarte croissants de mantequilla en el cerebro, que diría Nerea Pérez de las Heras), sino de la que enseña cómo es el ser humano, con todas sus miserias y alguna que otra virtud suelta por ahí.
Ah, y también habla de Tinder (la tabla de salvación para muchos que están lejos de su casa y no saben cómo relacionarse con los demás), de novios y ligues hijos de puta, y de fotopollas.
Amargo y dulce, como un bombón de chocolate negro relleno de lo que más os guste.
#SendMeBooks, please.
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