Hoy se cumplen 10 años de la boda de Tatiana Blatnik con el príncipe Nicolás de Grecia, un enlace al que asistieron miembros de las familias reales de todo el mundo. Don Felipe y doña Letizia, entonces príncipes de Asturias, representaron a España junto a los duques de Palma y a la infanta Elena; además de la presencia de la reina Sofía, por supuesto, que compartió grandes momentos con la reina Margarita II de Dinamarca. La boda del tercer hijo de Constantino II de Grecia transcurrió casi como la de cualquier miembro de la realeza europea, a pesar de que la monarquía griega fue abolida en 1974. La novia del príncipe pudo llevar tiara y no una cualquiera: subió al altar con una pieza perteneciente a la familia real griega, la tiara del Corsario. Una pieza que, sin embargo, esconde una historia mucho más intrincada detrás, de la misma forma que la mayor parte de las joyas reales que vemos hoy.
Una de las tradiciones más importantes de las casas reales de todo el mundo es la de heredar determinadas joyas, que pasan de generación en generación. Los padres reinantes suelen obsequiar con alhajas a sus hijos con motivo de sus nupcias, o cualquier otro que consideren oportuno, otorgándole un emotivo significado a las valiosas piezas. A medida que suceden estas concesiones, en ocasiones las joyas son modificadas y muchas veces convertibles: así vemos broches transformados en tiaras y diademas que actúan indistintamente como collar al gusto de la mujer que lo lleve en el momento. De la misma forma que Isabel II siempre le deja una tiara a sus nietas o a las novias de sus nietos, véase el caso de Kate Middleton con la tiara Halo de Cartier o Meghan Markle con la tiara de filigranas de la reina Mary, Constantino II de Grecia y Ana María hacen lo propio con sus hijos y nueras.
El caso Tatiana Blatnik además coincide con el de Marie-Chantal, las novias de dos príncipes y cuñadas entre sí tuvieron la suerte de compartir diadema el día de sus respectivas bodas: la de Marie-Chantal con Pablo de Grecia celebrada en 1995 y la de Tatiana en 2010. Esa tiara compartida, perteneciente a la familia real de los novios, había pertenecido en sus inicios a la familia real sueca.
La primera propietaria de la alabada joya que se conoce fue la reina Victoria de Suecia o Victoria de Baden, mujer del rey Gustavo V de Suecia. La que fuera reina consorte del país entre 1905 y 1930 llevaba la joya del Corsario en forma de broche anclada al pecho en todo tipo de eventos formales. Ella era una gran apasionada de las joyas y le gustaba jugar con ellas. Un gran ejemplo de ello es la tiara de Baden, una pieza de la familia de su padre que llevó en forma de tiara, pero también de collar e incluso como adorno para un vestido, en reiteradas ocasiones a lo largo de su vida. Con respecto a la tiara del corsario, Victoria de Baden decidió dejarla como legado familiar, que terminó pasando a manos de su nieta, hija de Gustavo VI Adolfo de Suecia, y quien se convertiría en la reina Ingrid de Dinamarca por su boda con Federico IX de Dinamarca en 1935.
Del matrimonio danés nació la princesa Ana María, quien se casaría con el rey Constantino II de Grecia en 1964. Con motivo del enlace y de su 18º cumpleaños, que sucedieron casi simultáneamente, sus padres decidieron regalarle la tiara que años más tarde llevaron Blatnik y Chantal. Ella, en cambio, durante su boda lució una tiara de diamantes de Cartier que data de 1905, también conocida como tiara del Jedive: fue un regalo del Jedive de Egipto, Abbas Helmi II, a su abuela materna, Margarita de Connaught. Una pieza que después han utilizado sus hermanas, sobrinas y su hija, pero no sus nueras. En cambio, Alexia de Grecia, única hija de Constantino y Ana María, sí que ha lucido la tiara del Corsario en varias ocasiones a lo largo de su vida pública, que no en su boda.
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