Hace unos días conté que haciendo limpieza de mis archivos en la nube me encontré con una carpeta-bomba, un cajón lleno de mierda y reproches que decidí borrar para siempre, por salud mental, y porque si algún día lo encontraba mi hijo y leía lo que había dentro, me moriría de pena y de vergüenza.
Ayer encontré otra cosa del pasado: el diario que escribí durante el embarazo. No un diario, simples notas, sentimientos. Y lo releí. Spoiler: fijo que no me van a dar el Nobel de Literatura por esto (qué cosa más plana e infantil, gensanta).
Fue una manera de contarle a mi futuro hijo o hija cómo me sentía mientras crecía, una manera de desahogarme. Pero sin pretenderlo se convirtió en la crónica de cómo se fue yendo a la mierda la confianza que tenía en su padre, y cómo se me fue cayendo la venda de los ojos por momentos. De cómo me di cuenta de lo sola que iba a estar en esa aventura (o de que ya lo estaba antes, pero no me había enterado).
Pero también es la crónica de cómo siempre, por más enfadada o desanimada que estuviera, le prometía que siempre iba a luchar por él (o ella), aunque estuviera sola.
Me da bastante vergüenza que ojos ajenos lean lo que escribí en ese diario. De hecho, terminé llorando como una imbécil cuando leí algunos pasajes, al recordarlo todo.
Tendemos a poner un velo sobre las cosas del pasado, para olvidarlas, y es sano, porque no se puede vivir recordando la mierda constantemente, hay que pasar página.
Pero no voy a borrar ese diario, no por mi hijo, por mí.
No lo borro es porque necesito recordarme a mí misma lo necesario que fue en su día trazar una línea, dejar atrás a quien me hacía daño, recordarme quién era.
Dolió, pero la emancipación ha sido la decisión más sensata que he tomado jamás.
Es que, mecagonmimanto, si te llama “furgoneta” cuando estás con el bombo que te va a salir por la boca… mira, eso no puede terminar bien en la vida.
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