La boda de Isabel II y Felipe de Edimburgo, una celebración llena de contratiempos

Algunas novias podrían tomarse un desastre en el día de su boda como un mal presagio para su matrimonio. Pero cuando el "algo prestado" de la reina Isabel II (la tiara de diamantes de su abuela) se rompió horas antes de que recorriese la nave central en noviembre de 1947, la futura reina de lo tomó con calma. Una calma que resultaba aún más impresionante si consideramos que la princesa de 21 años se iba a casar delante de 2.000 invitados (de los que 10 eran monarcas de pleno derecho) en una ceremonia que la radio de la BBC llevó a más de 200 millones de personas en todos los continentes. Dado que la suya fue la primera boda royal retransmitida a todo el planeta, ¿quién podría haberle echado en cara que estuviese de los nervios?

La tiara de Isabel tenía una importancia tan personal como simbólica: dado que la tradición dicta que sólo las mujeres casadas pueden llevar semejante accesorio, la boda señalaba la primera vez que la joven princesa llevaría una tiara. Y ésta, en particular, rota en el peor momento, había pertenecido a la abuela de Isabel, la reina María. Y había sido elaborada con los diamantes que la reina Victoria le dio a María como regalo de bodas.

Aunque la madre de Isabel había sugerido que la solución era, simplemente, cambiar de tiaras, la princesa se negó. Faltaban sólo dos horas para la boda, y el joyero de la corte de guardia se apresuró a llevar la diadema a su taller para que pudiese ser soldada a toda velocidad. La reparación fue un éxito, pero incluso hoy podemos darnos cuenta de que fue una solución emergencia: en las fotos de la boda, se nota un hueco entre la joya principal y el pico diamantino a su derecha.

Incluso con la tiara en su sitio, la novia todavía tenía más incovenientes por delante: se dio cuenta también de que aquella mañana se habia olvidado un antiguo collar de dos hileras de perlas -que sus padres le habían regalado con motivo del enlace- en St. James Palace, donde se exhibían los otros 2.500 regalos de boda de que habían recibido Isabel y Felipe de todas partes del mundo. ¿A quién no le ha pasado? El secretario privado de Isabel partió raudo a recoger el collar -requisando el coche del rey de Noruega y todo-. Con tanta gente expectante, el tráfico estaba tan imposible que el secretarió se vio obligado a salir del coche y hacer el camino a pie. Un tercer desastre estuvo a punto de suceder esa mañana: el séquito de la novia pensaba que habían perdido el ramo de orquídeas blancas ( con un toque de mirto en homenaje a la reina Victoria ), sólo para descubrir que un lacayo bienintencionado lo había depositado en una hielera para preservar las flores.

Isabel se había decidido por un vestido color marfil en satén duquesa elaborado por el diseñador de la corte Sir Norman Hartnell. Como toda vestimenta real, estaba cargado de simbolismo: las 25 costureras y los 10 bordadores que trabajaron en el mismo -todos sujeros a cláusulas de confidencialidad- lo habían adornado con emblemas florales tanto británicos como del resto de la Commonwealth en hilos de oro y plata, pequeñas perlas, lentejuelas y cristales. Durante los dos meses que llevó la elaboracion del vestido, Hartnell añadió su propia floritura secreta: un trébol irlandés de cuatro hojas tejido en la falda, para que Isabel pudiese repoar su mano en un símbolo de buena suerte. Isabel pagó su parte del vestido con cupones de racionamiento, parte de las medidas de austeridad posteriores a la Segunda Guerra Mundial (los que había ahorrado ella más 200 que recibió como suplemento por parte del Gobierno) . Felipe, que había recibido el título de "Su Alteza Real" tan sólo un día antes, de manos de su suegro, eligió vestir su uniforme naval.

A diferencia de la reina Victoria, Isabel parecía más cómoda con la pompa y circunstancia de una boda real: llegó a la Abadía de Westminster en la carroza de Estado irlandesa junto a su padre, el rey Jorge VI, saludando a la multitud enfervorecida, mientras los invitados ocupaban sus puestos dentro de la Abadía y aguardaban a la novia. Los reporteros describieron la falsa alarma causada por la tardanza de Winston Churchill y su mujer, cuando las puertas se abrieron antes de tiempo sólo para revelar la llegada de los Churchill (el ex primer ministro todavía causaría otra conmoción durante la ceremonia, al levantarse en mitad del oficio para ponerse el abrigo) .

La anticipación era tal que cuando el rugido de la multitud anunció, ahora sí, la llegada de Isabel, los invitados quedaron mudos. La llegada de la novia dejó sin palabras a todos y un corresponsal del New York Times la describía así:

“Fue una llegada tan cargada de drama y belleza que ninguna fantasía de Hollywood podria igualarla: el rey Jorge, con su uniforme naval, y la princesa Isabel, con su adorable vestido en blando y oro, enmarcados en la entrada. Una fanfarria de trompetas partió el silencio, el coro de Westminster empezó a cantar ‘Praise, My Soul, the King of Heaven’ y tras un desfile de frailes de la Abadía, Isabel recorrió la nave del brazo de su padre. Su rostro se mostraba pálido y retraído. ‘Oh, parece nerviosa’, susurró una dama en la bancada”.

Más o menos un siglo atrás, cuando la reina Victoria se casó con el príncipe Alberto, todavía no había fotografías, así que al mundo le tocó esperar días antes de ver los retratos de la novia, el novio y la ceremonia. Sin embargo, cuando le tocó el turno a Isabel, la radio hizo que los votos se escuchasen con más claridad en el resto del planeta que en las últimas filas de la Abadía (incluyendo el polémico "amar, cuidar y obedecer" a su marido, aunque fuese ella la que estuviese en la línea de sucesión al trono.

Se dice que el rey Jorge le dijó al Arzobispo responsable de la ceremonia: “es mucho más emotivo entregar a tu hija en matrimonio que casarte tú mismo”. Aunque se trataba de una ocasión de enorme significado internacional e histórico (más el evento en sí que el novio o la novia) , los periodistas se encontraron unos cuántos momentos de sincera emoción humana durante la ceremonia: el príncipe Felipe y su testigo, el marqués de Milford Haven, tardaron tanto en salir hacia la Abadía que al novio se le oyó decir "menudo espectáculo, vamos un poco tarde". El rey Jorge, al darse cuenta de que la cola del vestido de su hija se había trabado en los escalones de la iglesia, subsanó él mismo el problema. La madre de Isabel, la eternamente sonriente reina madre, “lanzaba ansiosas miradas a su hija” durante los votos. Cuando se dio cuenta de que Felipe parecía "inseguro y asustado, le lanzó una cálida sonrisa de reafirmación”.

La princesa Margarita, en un momento apropiadamente melancólico si tenemos en cuenta su propia vida sentimental, destacaba “tan adorable como solitaria en blanco marfil en el centro del sagrario”. Debajo de un retrato del séquito nupcial publicado ese mes, en Time recalcaban con gracia que “el duque de Kent, de 13 años, estuvo presente en el desayuno, pero no en la foto, porque por razones tan adolescentes como privadas, se negó a obedecer la petición de su tío de que se uniese al grupo”.

Y todavía hay más historias interesantes sobre la boda:

DESAYUNO NUPCIAL

El desayuno nupcial -que en realidad se sirve a la hora del almuerzo, justo después de la ceremonia- tuvo lugar en el Palacio de Buckingham, y consistió en Filet de Sole Mountbatten, Perdreau en Casserole, y Bombe Glacée Princesa Isabel. EL menú "austero", según contaba la biógrafa de la reina Sally Bedell Smith, “se sirvió en vajilla de plata dorada por criados vestidos con librea escarlata”. Los invitados recibieron ramilletes de mirto y flor de brezo blanco de Balmoral.

LA TARTA

La tarta principal medía casi tres metros de alto y tenía cuatro pisos ; la cocinaron con ingredientes de todas partes del mundo; y estaba decorada con los escudos de armas de las dos familias. Se cortó con la espada del duque de Mountbatten, que habia recibido de manos del rey como regalo de bodas.

LOS AUSENTES

Aunque la madre de Felipe atendió a la ceremonia, las tres hermanas del novio -casadas con alemanes sospechosos de simpatizar con el nazismo – no fueron invitadas. El tío de Isabel, el rey abdicado Eduardo VIII, también dejó una notable ausencia.

LOS REGALOS

Felipe le regaló a su novia, un brazalete de diamantes que había diseñado él mismo, así como la promesa de dejar de fumar. La pareja recibió cerca de 10.000 telegramas de felicitaciones así como más de 2.500 regalos de todas partes del mundo. Incluyendo: un cordón de algodón por parte de Mahatma Gandhi, elaborado a mano por él mismo y adornado con las palabras "Jai HInd" (Victoria para la India) ; una máquina de coser Singer; y un frigorísfico. La reina María regaló a la pareja una librería mientras que la princesa Margarita les regaló una maleta para picnics. La pareja también recibió un caballo de carreras; una cabaña de caza en Kenia; un televisor, un juego de café en oro de 22 quilates; un diamante rosa de 54,5 quilates sin tallar (de manos de un magnate canadiense) ; un abrigo de visón; cristales y vajillas poco comunes; y un jarrón.

LA LUNA DE MIEL

Debido la austeridad de la posguerra, la pareja decidió quedarse en suelo patrio durante la luna de miel, dividida en dos lugares importantes para ambas familias. En Hampshire, hogar del tío de Felipe, el conde [earl] de Mountbatten ; y en la finca escocesa de la famila real en Balmoral. Los recién casados no viajaron solos: les acompañaba el corgi favorito de Isabel, Susan.

UNA DULCE DESPEDIDA REAL

En vez de dar un largo discurso en el desayuno de la boda de su hija, el rey Jorge VI le envió a Isabel una carta poco después de la boda en la que se podía leer “estaba tan orgulloso de ti y tan emocionado por tenerte tan cerca durante tu largo paseo en la Abadía de Westminster que, cuando cedí tu mano al Arzobispo, sentí que había perdido lo más precioso. Estabas tan tranquila y compuesta durante la ceremonia y dijiste tu parte con tal convicción, que supe que todo estaba bien”. Isabel, por su parte, mandó a sus padres cartas de agradecimiento, del estilo de “sólo espero poder criar a mis hijos en una atmósfera de felicidad y amor y cariño similar a la que hemos vivido Margarita y yo”.

Artículo publicado originalmente en abril de 2018 en la edición estadounidense de Vanity Fair y traducido.

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