No se dan tantas oportunidades de ver su trabajo, y menos aún de adquirirlo: hace cinco años, tras la muerte de Elena Asins (Madrid,1940- Azpíroz, 2015), se supo que había legado todos sus fondos —unas 1.200 piezas— al Reina Sofía, museo que cuatro años antes le había dedicado una gran retrospectiva. Allí la descubrió la coleccionista cubana Ella Fontanals-Cisneros, que quedó deslumbrada: “Le compré una obra y habría comprado más, pero ella no quería vender”, nos desvela. "Manolo Borja-Villel, el director del Reina Sofía, me advirtió que era muy difícil. Y tenía razón”.
Difícil en todos los sentidos. No buscaba complacer, sino ser consecuente con su ideal ascético. Dicen que durante sus últimos años, sola en su casa de los montes navarros, se alimentaba exclusivamente de té y galletas francesas, mientras hacía lo único que le interesaba: crear. Su obra, abstracta y geométrica, rehuía el color para limitarse casi siempre al blanco y negro. Trabajaba en series con múltiples variaciones, bajo principios musicales —Johann Sebastian Bach era uno de sus referentes— y también filosóficos —las teorías lingüísticas de Ludwig Wittgenstein—. Y fue una de las pocas pioneras que ya en la década de los sesenta utilizó los ordenadores para producir obras artísticas. Todo en ella era radical, y por eso resulta tan fascinante.
GENIO Y FIGURA:Una vida dedicada al arte
Parte de su leyenda la aporta un carácter poco amigable que se acentuó con su reclusión en Azpíroz después de haber vivido en Nueva York, París o Stuttgart. La propia Elvira González lo recuerda: “Era muy difícil, y quien más sufrió por eso fue ella. Algunos colegas como Gordillo o Palazuelo intentaron ayudarla, incluso económicamente, pero por su manera de ser la fueron dejando de lado. También yo me aparté. Aunque muy egoísta, era una gran artista y todos la respetaban”. Se casó con el también artista Julio Plaza, y tuvieron una hija: “Tampoco eso le interesó. Para ella solo existía su trabajo. Y eso es lo que perdura”.
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