De igual manera que se organizaban viajes religiosos a Lourdes o a Fátima, en la España de principios de los setenta se organizaban excursiones al sur de Francia, no para degustar Camembert o Burdeos ni para comprar Gauloises sino para ver las películas que no pasaban el finísimo filtro de la censura patria. En pareja o en grupos, en coche, tren o incluso fletando minibuses, miles de españoles se desplazaron al norte de los Pirineos para descubrir películas como El último tango en París de Bernardo Bertolucci de la que se dijeron que por sus colas eternas había pasado más de 100.000 españoles, El Decamerón de Pier Paolo Pasolini, Emmanuelle de Just Jaeckin o Yo soy una ninfómana del inefable Max Pécas. Aquellos viajes previos a que el destape llenase los cines españoles de piernas crecientes y faldas menguantes acabó generando un negocio y una mística y añadiendo unas connotaciones eróticas a ciudades como Perpiñán o Biarritz que siguen vigentes en el imaginario colectivo. Unos viajes que separaban del vulgo a los que conocían nuevos usos para la mantequilla, las bondades de los sillones de mimbre o lo cool que era beberse un vaso de leche –algo que nos corroboró años después Richard Channing– y lo siniestro que podía sonar El himno de la alegría, y esto último lo sabían especialmente los que habían viajado a ver La naranja mecánica de Stanley Kubrick.
El resto de los españoles tuvo que esperar cuatro años, hasta que el 16 de junio de 1975 se estrenó en salas de arte y ensayo y tras una pequeña odisea en tierras de Castilla La Vieja, ya que su puerta de entrada no pudo ser más peculiar: la Seminci, un certamen que apenas un par de años atrás había cambiado su nombre de Semana de Cine Religioso de Valladolid, por Festival de Cine de Valladolid, pero seguía celebrándose durante la Semana Santa y preferenciando la temática social y de valores humanos.
Por eso cuando su por entonces director Carmelo Romero recibió la llamada de Warner ofreciéndole el estreno de la película en España se sorprendió: él había podido verla en Montreal y se había quedado fascinado, era innovadora, poderosa y un imán para el público y los medios. Claro que quería estrenarla. También era consciente de que el paso previo por festivales de películas "conflictivas" era una especie de globo sonda, una práctica habitual de la Dirección General de Cinematografía para testar la reacción del público antes de darles rienda suelta en las salas de cine, algo que ya habían hecho el año anterior en Valladolid con Jesucristo Superstar, que se había estrenado entre rezos y protestas a pesar de contar con el permiso del Vaticano tal como recoge El Norte de Castilla.
Un año después, España se encontraba en los estertores de la dictadura (Franco moriría apenas seis meses más tarde) Valladolid seguía siendo una ciudad muy poco sospechosa y la película encajaba con los “valores humanos”: era una historia ambientada en un futuro distópico marcado por la violencia (y los muebles de diseño) que seguía las andanzas del líder de una pandilla adicta al caos y la ultraviolencia (palabra acuñada precisamente por la novela en la que se inspira) que acaba sometiéndose a un tratamiento experimental para librarse de sus impulsos, lo que la convertía también una reivindicación del libre albeldrío. La novela deAnthony Burgess publicada una década antes estaba inspirada en una trágica vivencia personal: cuando su mujer estaba embarazada fue violada y apaleada por cuatro soldados estadounidenses, un suceso que cualquiera que haya visto la película puede reconocer en una de las secuencias más impactantes.
Con esos mimbres llegaba a España una película que había recibido la calificación X en Estados Unidos y a pesar de ello cuatro nominaciones al Oscar en las categorías principales: película, director, guión y montaje –aunque no ganó ninguno–, y con la mochila del escándalo que había supuesto su retirada de los cines británicos a petición del propio director consternado por el hecho de que se sucediesen varios crímenes inspirados por la película como el asesinato de un mendigo, un veto que duró hasta la muerte de Kubrick en 1999.
Por eso cuando Warner le llamó, Romero aceptó de inmediato: era controvertida, pero también era una obra maestra, aunque no para todos, la prestigiosa crítica norteamericana Pauline Kael la había tildado de "comedia de ciencia ficción porno-violenta", pero lo cierto es que al margen de su contenido, solo por la expectación que despertaba se convirtió en la estrella absoluta de una edición inagurada por Secretos de un matrimonio de Bergman, que estrenó en España Primera plana de Billy Wilder y premió a un por entonces desconocido Steven Spielberg por Loca evasión. Casi nada.
Sin embargo, cuando Kubrick supo que la película se iba a estrenar en Valladolid se negó. Es difícil saber si porque la vinculación religiosa previa del certamen le hizo temer algún tipo de manifestación o represalia o por el hecho de que le pareciese más memorable una capital española de más renombre como Madrid o Barcelona, pero el hombre que controlaba hasta al más mínimo detalle de sus películas –Malcolm McDowell, protagonista de la película, que tuvo que repetir algunas secuencias más de 70 veces lo sabía bien–, se plantó y dijo que no había estreno. Pero a esas alturas la organización no estaba dispuesta a perder aquel caramelo y pergeñó una estrategia para mantenerla en el programa, tal como cuenta Romero en el libro 50 años. Semana Internacional de Cine de Valladolid. Una ventana al mundo, de César Combarros: "Yo tenía un amigo en la Warner, así que le pedí ayuda. Se ofreció a ir a Londres y pedir permiso a Kubrick en persona, pero tuvimos que preparar bien la estrategia. Escribí una carta para que la llevara mi amigo, en la que aseguraba a Kubrick que La naranja mecánica se proyectaría en la Universidad, lo que al parecer sí era de su agrado, y con las condiciones de imagen y sonido que él considerara oportunas. Mentimos como bellacos, pero al final accedió, a cambio de una serie detallada de instrucciones que, claro, no cumplimos".
La película se proyectó como estaba previsto en dos sesiones, una en el Teatro Calderón para abonados al festival y otra en el Cinema Coca para el público en general, se congregaron colas interminables, pero las entradas desaparecieron en minutos. El propietario del cine las había repartido entre sus amigos, ante la amenaza de denuncia salieron algunas a la venta, pero hubo personas haciendo cola durante 24 horas que se quedaron fuera.No fue el único inconveniente según cuenta Romero: "A la mitad de la proyección entró en la sala la Policía preguntando por mí. Me dijeron que había un aviso de bomba y que había que parar aquello. Imaginé que se trataba de alguno de los que se habían quedado sin entrada y les dije que no, que íbamos a seguir y que yo asumía toda la responsabilidad". En aquel momento era difícil prever que las amenazas de bomba, reales y no sólo de espectadores frustrados, se convertirían en una realidad cotidiana tan solo unos pocos meses después.
El éxito de las proyecciones y la falta de incidentes favoreció que la película pudiese estrenarse en salas comerciales y a mediados de junio llegó a las salas de arte y ensayo, generalmente locales de menos de 1.000 localidades y en ciudades grandes, y a pesar de proyectarse en versión original con subtítulos, un tipo de exhibición infrecuente en España que se utilizó precisamente para evitar que se convirtieran en un fenómeno social, dio igual. Fue una de las películas más taquilleras del año y en algunos cines se mantuvo en cartel durante más de 12 meses, era la película que había que ver, la gente se quedaba estupefacta ante su incómoda mezcla de violencia y erotismo (y algunos niños despistados pretendían colarse en las salas pensando que aquella naranja era uno más de los Ingenios Mecánicos del Doctor Infierno). En 1978 pudo verse por fin en versión doblada tras una nueva peripecia, esta vez que envolvió a Carlos Saura, director del doblaje de la película, y su por entonces mujer Geraldine Chaplin que descontentos con la traducción que les habían enviado recurrieron al escritor Vicente Molina Foix que a partir de entonces se encararía de la traducción de todas sus películas, según cuenta en su libro Kubrick en casa,
En 1978 tampoco hubo incidentes. La gente seguía prestando más atención a las mujeres desnudas que a la violencia o la técnica Ludovico y el escándalo en torno a la película acabó diluyéndose en una estética inconfundible que se ha convertido en uno de los disfraces más habituales en cualquier carnaval e incluso ha aparecido más de media docena de veces en Los Simpson.
Fuente: Leer Artículo Completo