La menor de las sorpresas fue que Naomi Osaka encendiese finalmente el pebetero, un hermoso transformer que se abrió como el crisantemo que representa el poder del emperador Naruhito, la dinastía más longeva del planeta, descendiente de diosas. Desde que se supo que la tenista no sería abanderada de Japón, su aparición como relevo final estaba cantada. Para compensar, por decirlo de alguna manera, el mundo se llevó una sorpresa mayúscula: Alejandro Sanz cantando el Imagine de John Lennon y Yoko Ono como representante de Europa.
La idea era que artistas de cada continente uniesen sus voces para entonar el Imagine –al que las raíces japonesas no hay que buscárselas en exceso: la letra está inspirada por los poemas de Yoko, que además era coproductora del tema–: a Asia la representaba un coro infantil japonés, el Suginami Junior Chorus; a África Angélique Kidjo, mientras John Legend y Keith Urban hacían lo propio por América y Oceanía… Y Europa fue Alejandro. No se sabe si por covid o por circunstancias, la actuación era un vídeo en lata. Nos inclinamos por la explicación pandémica, que es la única que puede tener sentido casi 10 años después de que las cinco Spice Girls entraran en taxi en el estadio olímpico de Londres.
Sobre el terreno, la ceremonia estaba necesariamente deslucida por la pandemia. La marcha de las delegaciones tuvo el momento otaku de refilón. Marcharon bajo las fanfarrias de los videojuegos con los que Japón tiene colonizada la cultura mundial: Final Fantasy, Dragon Quest, NieR o Sonic guiaron los pasos de Mireia Belmonte y Craviotto. Pero ese guiño de continuación al ex primer ministro Shinzo Abe anunciando el relevo en Rio 2016 haciendo de Super Mario) fue mucho más contenido de lo que se esperaba: Los Juegos se habían anunciado con Oliver y Benji, Doraemon, Pac-Man y Hello Kitty, aunque a la hora de la verdad lo más japonés que hubo en la ceremonia fueron: un momento de teatro kabuki, una maravillosa interpretación de los pictogramas deportivos (que inventó Tokio en el 64) …y vamos a darle el beneficio de la duda a los drones.
Porque, si bien Tokio 2020 presentó una increíble exhibición de drones sobrevolando el estadio, un músculo tecnológico alucinante (también con ecos de anime y la cultura mecha japonesa), lo cierto es que la Super Bowl y Lady Gaga ya anticiparon en 2017. En general, el problema de la ceremonia de inauguración (que perdió a dos directores y un compositor en una secuencia de escándalos según se acercaba la fecha) es que vivía entre dos mundos.
El del mundo para el que fue diseñada originalmente, que dejó de existir en todos los países allá por marzo de 2020. Y el del mundo impredecible que ha vivido Japón (donde la vacunación no va al ritmo esperado y la enfermedad hace estragos en una población muy envejecida) hasta el penúltimo día, sin saber si habría público (más allá de los Emmanuel Macron y las Jill Biden que apoyaron a sus delegaciones como únicos espectadores en un estadio vacío), turistas, o incluso Juegos. El mejor ejemplo fue un vídeo de presentación de Tokio, con un montón de niños con el yukata tradicional dando la bienvenida a Japón a… A nadie, porque ni hay público, ni los atletas pueden salir del complejo.
En general, el problema es que la ceremonia fue demasiado naif. Demasiado previsible. Demasiado clásica y dirigida a un público de una generación diferente a la de los atletas (que en muchos casos lo demostraron sentados sobre el estadio en el que muchos de ellos competirán, mirando sus móviles mientras la ceremonia avanzaba). Eso y que no existe forma humana de hacer desfilar a 200 países y que la playlist sinfónica que tienes preparada no se repita tres veces. Son los peajes del olimpismo, un prólogo que es un peaje necesario –ninguna ceremonia de inauguración de unos Juegos ha sido nunca un derroche de ritmo, dejemos las exigencias para la de clausura– a lo que realmente importa: los 11.000 atletas que tras la sonrisa de Osaka sujetando la llama olímpica ya pueden empezar a enseñar de qué van realmente los Juegos Olímpicos.
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