Este miércoles se celebró un pase especial en la Academia de Cine de Las cosas del querer dentro de un homenaje a propósito de la figura de Ángela Molina, flamante Goya de Honor 2021, que nos acompañó para recordarla y “olvidarnos un rato de la cosa esta del Covid”.
La película resiste perfectamente el paso del tiempo, como una pequeña pieza de varietés ligera y gozosa. Entre espectáculo y entremés se desfleca una historia de amor al arte, a la vida. Años antes que La niña de tus ojos o la reconocida oda al cine de Bertolucci –The Dreamers–, aparece esta pequeña historia que comparte muchos de los temas de las anteriores bajo el emblemático y suntuoso mundo de la canción andaluza. El filme termina en una estación de ferrocarriles –como las grandes películas–, se funde a negro y Ángela aparece en la pequeña sala de la Academia de Cine iluminada por los aplausos. “De pequeña, cuando mi padre me sacaba al escenario, los focos me cegaban y escuchaba los aplausos como el aleteo de una bandada de palomas”, dice Molina que acusa que en ocasiones es su imaginación la que le controla a ella.
Divertida, libre y espontánea, Ángela Molina es torrente fresco de ternura y autodeterminación. “No me llevo bien con esta mascarilla, es que me habéis puesto demasiados cables”, dice antes de quitársela, guardar una distancia prudencial con el público y tranquilizar a las autoridades asegurando que se acaba de hacer una PCR porque va a ir a rodar a Vigo. Decía Jaime Chávarri, director de Las cosas del querer, que a algunos directores les cuesta dirigir a Ángela porque se quedan demasiado tiempo mirándola –qué pena que hoy no se puedan decir estas cosas, sobre todo de Ángela Molina–, y lo cierto es que nos regala más de un plano en la película que nos convierte en auténticos voyeurs. Como ese primer plano en el que está viendo una escena de Imperio Argentina, una recreación en la belleza de Ángela –la artista plena–, casi como la de Tarantino con Margot Robbie en la famosa escena del cine de Once upon a time in… Hollywood. La filmografía de Ángela Molina es un regalo y ella nos lo ofrece emocionada: “¿Para qué es lo que hacemos, si no para compartirlo?”, sentencia con esa voz dulce, casi niña, que la caracteriza.
Su belleza es inmune al tiempo y su vitalidad tal que nos arrastra con ella entre recuerdos perdurables. Como aquella vez que la Ángela de 6 años se sintió un poco desplazada por el nacimiento de su hermana y se fue con Gregoria –“la mujer que ayudaba a mi madre en casa”– al pueblo para que comiera bien. “El caso es que fuimos a ver una película de mi padre, no recuerdo cuál, pero salía también Farina, y había una escena en la que le iban a echar una jarra de agua por encima. Entonces empecé a gritar: ¡Papá, papá, que te van a mojar!; y claro, en el pueblo se conocen todos, así que a la salida vinieron todos a besarme casi como si fuera la virgen de Fátima. Fue entonces cuando pensé: ¡esto del cine es la bomba!”. Antonio Molina, su padre y uno de los máximos exponentes de la copla y la canción andaluza, cabeza de una familia de artistas y amor incondicional de su hija, que le recuerda emocionada.
—Me has hecho llorar tres o cuatro veces —le dice Mariano Barroso, presidente de la Academia de Cine, a su homenajeada.
Ángela acaba de recordar el fallecimiento del patriarca de los Molina: “No sabía vivir sin mi padre, es un buen título para una película de Almodóvar”, añade haciendo gala de un excelente sentido del humor. Recuerda cuando Jorge Silva Melo le llamó para rodar Coitado do Jorge unos meses después: “Le dije que no, cuando murió mi padre yo no podía trabajar. Pero al final me convenció. Cuando llegué al hotel había un montón de películas magníficas, Jorge me dijo que las viera, sin escoger, porque todas eran buenísimas. Así lo hice. Creo que la primera que vi era una de Rossellini con la Magnani… El cine me curó”.
—Ese es un buen título para la crónica: El cine me curó, Ángela Molina —dice después Barroso desde la grada.
El tiempo vuela ante la sonrisa de Ángela Molina. Durante el encuentro habla de algunos de los grandes directores con los que ha trabajado. “Buñuel era un genio, una especie de tatuaje en el inconsciente y en consciente, es la imaginación que te lleva y que hace que le dejes que te lleve… veo su cine y siempre me enseña, siempre me divierte” dice con esa capacidad mágica que tiene de convertir sus declamaciones en lírica y añade que le gustaría interpretar a Lorca: “La última vez que vi a Buñuel me dijo: ‘Vamos a hacer un Lorca, La casa de Bernarda Alba‘, el pobre se murió con el sueño de llevar a su gran amigo a la pantalla”.
—¡Lo hizo! —salta Laura Cepeda, amiga de juventud de Molina (“aquella tormentosa noche en Roma”), desde su asiento.
—¡No me digas! —responde Ángela tratando de localizar a su amiga entre las monótonas mascarillas.
—No la dirigió él, pero venía mucho al rodaje con su dry Martini, yo hice de Adela… estamos intentando rescatar una copia en la Filmoteca, pero me callo que hoy es tu noche —dice divertida Cepeda.
Ángela obedece y vuelve ágil a la conversación. “Almodóvar es genial, aunque al principio fue difícil. En la primera toma que rodamos tenía que mirar los clavos de Cristo y me dijo que no había cogido mi mirada. Lo repetimos 35 veces, pero yo le dije: ‘Yo estoy aquí para hacerte feliz, pero la tienes en la primera toma’. Unos días después me dijo que tenía razón, que estaba en la primera. Después ya no me ha hecho mucho caso cuando hemos rodado, porque yo tampoco se lo hago. Pedro es muy actor, y eso a nosotros nos encanta” informa en un tono completamente liberado y natural, desde la admiración que le tiene al director. Sigue hablando de su carrera, que es también historia de nuestro cine. Recuerda a José Luis Borau (“es mi niño” suelta de pronto al rememorar las tardes de rodaje en que cocinaba para él) en uno de esos momentos que probablemente sacasen otra lágrima a Mariano. Desde luego la mía la tuvo.
Su amiga Laura declara su admiración hacia Molina, alabando su capacidad para trabajar, ser madre y tener siempre lista la mesa a la hora de la comida. “Es que tuve a la mejor maestra”, dice Ángela recordando a su madre –y madre de sus siete hermanos–. Del Goya de Honor dice que fue una grata sorpresa: “Acababa de comer con Mariano [Barroso] y me lo dijo. Fue un brote de alegría, no me lo esperaba para nada”. Cuando le preguntan a quién va a dedicar su Goya honorífico, Ángela esquiva la pregunta con ingenio, queriendo guardar toda la magia de ese momento para el próximo 6 de marzo, la gala donde se le entregará por fin el cabezón.
Llega el toque de queda y tenemos que marcharnos. No es fácil dejar a Ángela Molina, uno estaría en su presencia eternamente, pero al menos, nos ha hecho olvidarnos de la cosa esta del Covid durante un rato.
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