Rosa María Sardà solo dio a luz un hijo, pero fue madre de otros cuatro: Santi, Fede, Javier y Juan, sus hermanos. El más conocido es el penúltimo, periodista y presentador, hoy tertuliano y columnista, y el que siempre ha mostrado, al menos públicamente, más admiración por ella. La puso negro sobre blanco en 2012, cuando publicó Mierda de infancia, un libro en el que el conductor de La ventana (Cadena Ser), La bisagra (RNE) o Crónicas Marcianas recordaba sus primeros años de vida en los que, entre otras cosas, fue descubriendo "que Rosa era genial, no sólo como actriz".
La hermana mayor ha fallecido a los 78 años víctima de un cáncer después de una vida de éxitos artísticos que no empezó con buen pie, pues como explicaba ella misma, en su casa no fue bien recibido su deseo de ser actriz. Su madre, Matilde Tàmaro, había sido hija de dos intérpretes de teatro y había padecido una vida nómada y precaria que no quería para ella. Pero no hubo nada que hacer. Tampoco con el resto de sus vástagos: Federico, por ejemplo, es el dueño de la mítica sala Luz de Gas –donde en sus años felices en la Ciudad Condal era posible ver bailando a la infanta Cristina– y a Javier le dio por el periodismo, aunque también mostró siempre una vena creativa que se entiende mejor cuando se conoce la historia que lo une de una forma muy especial a su hermana Rosa María.
La muerte de la madre
La conexión entre ellos se hizo aún más fuerte con la enfermedad de su madre. Rosa se tuvo que encargar de cuidar de su progenitora mientras trabajaba, como podía, en sus primeras obras de teatro. Su hermano Javier contaría después en sus memorias cómo se enteró su madre del mal que la aquejaba. Fue un día, al volver de la consulta del médico. Como la mujer sospechaba que no le estaban contando la verdad, llamó a la consulta haciéndose pasar por su hija: "Doctor soy Rosa, la hija de Matilde, la ha visitado hoy Quisiera saber si lo que tiene mi madre es grave". De la respuesta que obtuvo sólo importan estos datos: "cáncer de páncreas" y "dos años de vida".
Conociendo esos detalles, extraña menos la contundencia que Rosa María mostró en la entrevista que le hizo Jordi Évole hace apenas mes y medio. Al sacarle el tema de su tumor, la actriz hizo gala del realismo nada mágico que siempre puso en práctica y afirmó: "El cáncer siempre gana". De nada sirvió que el entrevistador le recordara que hay mucha gente que sale: Rosa era una artista y una persona construida de experiencias, pues hasta el arte de la interpretación lo aprendió sin maestros y por su cuenta.
24 años y cuatro hijos
Javier tenía 8 años. Lo separaban 17 de Rosa. Fallecida Matilde, los hermanos pequeños, Javier y Juan, dejaron el piso de Barcelona y se fueron a vivir a Montcada, localidad a 20 kilómetros de la capital presidida por la enorme chimenea de una contaminante cementera. Fueron a casa de lo que él llama "falsos abuelos" porque en la práctica eran los padres de su madre, pero no eran los padres biológicos. Tanto él como Juan, recuerda, estaban locos por volver a casa y a los pocos meses lo consiguieron. Allí les esperaba su padre y Rosa María, que a sus 24 años era una actriz en ciernes que se había convertido de la noche a la mañana en madre de cuatro hijos.
Para compatibilizarlo todo, Rosa empezó a llevarse a los más pequeños a los ensayos. "Eso me dio una dimensión brutal", contó Javier sobre la posibilidad de estar entre bambalinas, ver y escuchar una y otra vez las mismas frases y escenas y a veces, también las obras enteras. Él no duda de que fue en esos años cuando se gestó el señor Casamajor, personaje al que puso voz en sus programas de radio y de quien muchos oyentes pensaban que era una persona real. Ese personaje no nació de la nada: fue contruyéndolo en las sobremesas familiares de su infancia, en las que ya lo interpretaba. También en las tardes en las que, tras volver del colegio, esperaba que Rosa regresara del teatro para darle un susto escondido en un baúl o bajo la mesa siempre acompañado del pequeño Juan.
No hizo falta que pasaran los años ni tomar perspectiva para que Javier empezara a adorarla y por eso le daba las gracias, incluso públicamente, cada vez que tenía la oportunidad: "Rosa no nos soltó nunca de la mano, tampoco hoy", dijo en la entrevista que le hizo Bertín Osborne en 2017.
Una conexión especial
"Los hermanos estábamos muy unidos y seguimos. Especialmente con Rosa, aunque ahora ella y yo nos damos la mano mutuamente", explicaba ya adulto y emocionado Javier Sardà en la televisión sobre la mujer que le presentó a Martí Galindo, personaje clave en el late-night Crónicas marcianas. El programa, además, lo producía Gestmusic, propiedad de Josep Maria Mainat, actor de La Trinca, productor, pareja de Rosa y por tanto, cuñado de Javier.
A esa hermana que también fue madre para él la entrevistó en un momento en el que ya era ella –aunque se resistiera– quien necesitaba que la cuidaran. Fue el año pasado, cuando Rosa María publicó su libro –también, como Javier, de recuerdos infantiles– y se emitió en La Sexta: "Me costó muchísimo que me tomaran en serio", le confesó a su hermano. Luego añadió: "He tenido que ensuciarme mucho las manos y hacer muchas tonterías hasta que alguien me ha hecho hacer cosas espléndidas, como Lluís Pasqual", comentó citando al director teatral con el que hizo obras tan importantes para ella como Wit o La casa de Bernarda Alba y que la ha recordado en el día de su muerte llamándola "hermana".
Carácter, no saga
También en esa entrevista con Javier recordó cómo le pegaron un tiro a su abuelo por ser republicano, ideas que ella y su hermano han seguido y nunca han ocultado. Porque los Sardà no son una saga, palabra que se ha empleado con ellos en ocasiones para destacar un supuesto origen acomodado que nunca ha existido, pues en su casa dominaron el mono azul y el hilo de coser. El primero lo lleva el padre de los Sardà cuando pasó de ser agricultor a transportista de bidones de una empresa química. La hebra la ponía su madre, que durante un tiempo fue enfermera, pero lo que más hizo fue arreglos de costura con los que contribuía a la economía doméstica.
Tampoco son los Sardà una saga en el sentido artístico pues no hubo oropeles para sus abuelos titiriteros y Matilde no siguió la tradición de subirse a las tablas. Lo que sí hay y se nota en todos ellos es un deseo de hacer y decir siempre lo que les da la gana, una libertad que algunas personas solo relacionan con la aristocracia. La rotundidad expresando sus ideas también la compartían Rosa María y Javier, de quien dijo en una ocasión Juan Carlos Ortega –periodista y colaborador de Sardà en muchos programas— que tiene una mala leche rodeada de bonhomía, una cualidad a la que recurrieron ambos hermanos cuando les tocó hacer frente a otro golpe familiar: el cuidado de su hermano Juan, enfermo de Sida, a quien cuidaron a cuatro manos y en sus dos casas hasta que falleció en 1988 a los 26 años.
Ese palo también lo recordó Rosa María en Un incidente sin importancia, su único libro y su última obra, cuyo primer capítulo es una carta a su madre: "Siempre fuiste una mujer brillante en todo, pero tus hijos, tus ‘hombres’ son tu triunfo más sonado ¡Mi enhorabuena!". En esas páginas informa a la progenitora de que Juan ya no está, que ha muerto, pero lo hace como lo haría "la Sardà", con una ceja enarcada, como si no se creyera eso, ni nada del todo.
Pero el tono cambia cuando en lugar de recordar a Juan para su madre muerta, lo hace para sí misma. "Niño entre los niños. Temible enemigo durante unos instantes. Necesidad de ser hijo. Orgullo de ser hermano. Socialibre solitario. Ateo creyente. Hombre mujer. Brote de vida que marchitará la putrefacción de la muerte. os diréis: no puede ser, ¡no existe! Y lleváis razón: ¡ya no existe! ¡Y yo me ahogo!", escribió Rosa María, más madre que nunca de los Sardà.
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