Chicas guapas, ballenas y lechugas: la socióloga que se infiltró en fiestas VIP para destapar su funcionamiento

En 1963 la escritora y activista Gloria Steinem respondió a un anuncio que buscaba chicas “guapas, simpáticas, de entre 21 y 24 años” para trabajar como conejitas en el Club Playboy de Hugh Hefner. Ella tenía 28, pero podía pasar por alguien más joven. Steinem consiguió el trabajo y estuvo un mes infiltrada, respondiendo al nombre falso de Marie Christine Ochs y sirviendo copas vestida con un body de satén y varias bolsas de plástico apretujadas en el pecho a modo de relleno. Tomaba notas de todo y con lo que descubrió allí escribió un largo artículo publicado en dos partes en la revista Show que le sirvió para lanzarse a la esfera pública.

Cincuenta años más tarde, una exmodelo convertida en profesora de Sociología hizo algo parecido para explicar desde dentro el mundo de las fiestas de los superricos, y lo ha contado en un libro, Very Important People (Princeton University Press), que tiene el rigor de un texto académico pero se lee como si fuera una novela de Tom Wolfe. A Ashley Mears, que en los dosmil llegó a desfilar para Marc Jacobs y tuvo una carrera dentro de la tabla media de las modelos —no protagonizó campañas, pero tampoco se dedicó solo a los catálogos—, no le hizo falta vestirse de conejita, pero sí se montó un uniforme: un par de vestiditos de cóctel que compró en tiendas de segunda mano, un viejo bolso de Chanel adquirido en eBay y, lo más importante, tacones de 10 centímetros. En una ocasión intentó ponerse sandalias de plataforma, un poco más manejables para bailar en clubs hasta las cuatro de la mañana, y Santos, un promotor colombiano que hacía de su guía en ese mundo cerrado y estrictamente codificado, le dijo que no servían, que se cambiase esos zapatos cómodos por unos tacones como dios manda.

La socióloga, que ya publicó hace una década un libro titulado Pricing Beauty en el que analizaba su antigua industria con criterios de género y capital, mantenía el contacto con varios promotores de fiestas desde sus días de modelo. “Seguía recibiendo sus mensajes llenos de insinuaciones, en plan: ‘Eh, baby, ¿vienes a cenar sushi esta noche?’. Yo les respondía: ‘Ahora tengo 30 años, soy catedrática y vivo en Boston”, me cuenta por videoconferencia. Finalmente, aceptó una invitación y vio que allí podía anidar su próximo trabajo: “Una etnografía del circuito global de fiestas vip”.

Durante 18 meses entre 2011 y 2013, Mears dejó su casa de Boston y se alquiló una habitación en un piso compartido en Williamsburg, Brooklyn. Desde allí lo tenía fácil para coger la línea L del metro que la depositaba en el Meatpacking District de Manhattan. El antiguo barrio de los mataderos de carne se transformó ya a finales de los noventa en un aseado parque de atracciones para superricos y alberga unos cuantos de los clubs nocturnos, como Le Bain o Velvet Rope, donde el alquiler de una mesa para pasar un par de horas podía costar ya entonces, a principios de la década pasada, unos 30.000 euros —bebidas aparte— y donde conviven financieros, jeques, millonarios rusos, inversores inmobiliarios, actores de la serie A a la Z, gente que vive de la fiesta y siempre chicas, muchas chicas, que sean modelos o lo parezcan. Esa élite, explica Mears en el libro, “sigue el calendario transatlántico de la escena vip: St. Barts en enero, Miami en marzo, Ibiza y Saint-Tropez en julio”. El resto de meses sigue el ritmo de las semanas de la moda, cada septiembre y febrero, con paradas en Milán, Londres y París, y se completa con paradas en Cannes, Coachella y Art Basel. Esa población flotante que era “hipermóvil” por lo menos hasta marzo de este año, cuando estalló el coronavirus, se va reagrupando según toque en Cannes, Dubái, Coachella, en fiestas en las que los mismos DJ pincharán la misma mezcla de EDM y hip-hop aceptable y en las que se servirán las mismas botellas de vodka Belvedere, champán Cristal, Dom Pérignon y Veuve Clicquot, y tequila Patrón.

La noche vip tiene su propio glosario: ballena, un superrico; lechuga, profesionales bien situados; moscas, los que buscan una copa gratis

Lo ideal para llenar una mesa vip es una auténtica modelo, mejor si trabaja para una agencia importante que si es solo una ‘influencer’

Durante los meses en los que realizó su trabajo de campo, Mears salió unas tres o cuatro noches a la semana en Nueva York, pasó varios fines de semana invitada en mansiones de los Hamptons, hizo una escapada a Cannes y Saint-Tropez y varias incursiones a Miami. Las paradojas de su nueva vida se le presentaban a veces con demasiada nitidez, como cuando llegó a su mesa la obligatoria botella de champán Cristal y se dio cuenta de que costaba 1.700 dólares, lo mismo que el alquiler de su casa en Boston.

Al contrario que Steinem, Mears no mintió sobre su misión. Cuando le preguntaban, explicaba que estaba allí para escribir un libro sobre las fiestas de la élite y tampoco ocultaba su edad, que era entonces de 30 o 31 años, lo que la situaba en una ancianidad relativa, ya que la party girl suele moverse en una horquilla que va de los 16 a los 25. “Se pone mucho énfasis en que las chicas tengan aspecto de divertirse y yo no quería ser un lastre para los promotores que me invitaban, así que siempre sostenía una copa de champán. Quería integrarme, pero tampoco demasiado, porque pretendía que me dieran entrevistas para el libro. Para permanecer allí tenía que ser percibida como algo valioso, pero no exactamente como una party girl porque en ese entorno se cree que son frívolas y poco serias”, cuenta.

Los promotores o PR son los protagonistas del libro, buscavidas con historias familiares a veces dramáticas y orígenes muy variados que siempre están a una noche de distancia de hacer el negocio de sus vidas. Gente como Dre, un francés de origen argelino que ganaba ya en 2011 unos 200.000 dólares al año por llevar “la gente adecuada” a los bares. O como Enrico —el nombre no es auténtico, Mears los cambió todos para preservar su intimidad—, al que define como un español de clase alta, con una familia de terratenientes y viticultores y una agenda surtida de amigos futbolistas y grandes herederos. Con la tarjeta de crédito pagada por su madre desde España, Enrico no tenía tanta necesidad como otros promotores de ingresar cash, aunque, si se aplicaba, podía sacar unos 3.500 dólares a la semana. Los otros lo criticaban por la calidad de “sus” chicas, porque no solo trabajaba con modelos, también con escorts y strippers. “Enrico trae cualquier cosa, chicas que parecen prostitutas retrasadas, con las tetas grandes y plástico en los labios”, ridiculiza uno de sus rivales en el libro. A su pandilla la llaman “la brigada del blazer”, es decir, “europeos que dos décadas antes se hubieran calificado como eurotrash —eurobasura— pero que ahora, con abundantes euros para gastar, tenían acceso a las mejores mesas”.

La noche vip tiene su propio glosario. Un whale o ballena- el término también se utiliza en los casinos y en las finanzas— es un verdadero superrico, capaz de dejarse cerca de un millón de dólares en una noche. Cuando Mears hacía su investigación, el “cetáceo” más legendario era un inversor malasio de 30 años llamado Jho Low que llegó a cofinanciar El lobo de Wall Street, de Martin Scorsese, presumiblemente porque se identificó con las fiestas que se corre allí Leonardo DiCaprio. En una ocasión regaló un Picasso al actor y varios diamantes a Miranda Kerr. Ahora es un fugitivo de la justicia, tras robar 1.000 millones de dólares de un fondo soberano saudí.

Dada su extrema movilidad, las ballenas solo van a los clubs una vez cada tres meses —esas noches, se nota un pálpito en el aire, se respira el exceso y todo el mundo está especialmente motivado, cuenta Mears—, así que los dueños de los clubs no cuentan con ellos y sus facturas desmesuradas para cuadrar sus números, sino con sus opuestos, lo que un empresario de la noche llama en el libro “lechuga”. La lechuga son los profesionales bien situados —llamados working rich: ricos porque trabajan, no porque hayan heredado o robado demasiado— que se dejan cada semana en la barra cifras modestas de unos 5.000 dólares. Aunque en la escena nocturna los precios siempre son relativos. Un financiero cliente habitual de los clubs del Meatpacking District se lo explica asi a Mears: «Cinco tipos viejos y feos tendrán que pagar un mínimo de unos 2.000 dólares —de 2012— para entrar. Ahora, dos tipos de buen aspecto, acompañados de tres o cuatro modelos podrán entrar sin problemas, a coste cero y sin exigirles un gasto mínimo”.

Por debajo de las ballenas y lechugas está el “relleno”: la gente menos importante que ejerce de extras de una película montada para los vips. Las “moscas” son aquellos que se acercan a las mesas vips buscando una copa gratis de Veuve Clicquot. Por último, hay decenas de palabras para referirse a una mujer menos guapa o más vieja que una modelo: enana, perro, trol, elfo, desastre, monstruo, muppet, hobbit. Los clubs las evitan a toda costa. “Sus cuerpos contaminan. Su presencia hace que pierdan valor el club, sus dueños, los promotores y sus reputaciones. Se las excluye con fiereza”, resume Mears.

Lo ideal para llenar las mesas vip es una auténtica modelo, mejor si trabaja para una agencia importante que si es solo una influencer. O, en su defecto, una “civil” —así las llama un promotor, otro prefiere “peatonas”— de físico aceptable que casi lo pueda parecer. Cada promotor tiene que llevar al club al menos cinco chicas cada noche, idealmente entre 10 y 15, y de estas se espera que formen un grupo despreocupado yhomogéneo, sin que ninguna sobresalga especialmente.

Esa es quizá la principal conclusión del estudio de Mears, la codificación de la “chica” —nunca “mujer”— y de la “modelo” como divisa. “Esto me sorprendió, incluso después de haber trabajado como modelo. Los promotores tratan a las chicas como un capital. Dicen: ‘Estas son mis chicas’. Las acumulan constantemente como un recurso precioso y las usan para formar conexiones con hombres importantes, con la esperanza de que estos los ayudarán con otro tipo de proyectos. Todos tienen planes de ser empresarios de la noche o restauradores. Para ellas es distinto. No pueden utilizar su propia belleza para sacar beneficios. Desde luego que entienden que están en un mundo elitista, pero la mayoría solo saca de ahí la experiencia en sí”, cuenta. Los promotores pagan alquileres, taxis, vuelos, copas y cenas a las chicas, pero prácticamente jamás les ofrecen dinero real. Cuando lo hacen, las otras integrantes del grupo sienten lástima por la “chica pagada”.

Aunque, obviamente, el sexo es, junto al dinero, lo que mueve el mundo de la noche de élite, el mercadeo de chicas no está tan cerca de la prostitución de lujo como se suele creer, según el libro. “Los promotores no son chulos y ellos lo dicen todo el tiempo. Trabajan en un continuum, su negocio es tener mujeres guapas alrededor. Si hay sexo entre los clientes y las chicas, los promotores no quieren que se les pague por eso, intentan mantenerse al margen”, explica la socióloga. De entre las 20 chicas que entrevistó para el libro, solo una admitió que estaba ahí para “cazar una ballena”. “Quizá lo hacen pero no lo dicen en las entrevistas”, explica.

Las dinámicas raciales en los clubs también eran sorprendentes. A pesar de que la mayor parte de millonarios se concentra en Asia, el blanco sigue cotizando de manera desproporcionada, tanto para los clientes como para las chicas. “La mayor parte de las noches podía contar con los dedos de mis manos el número de personas de color en la sala, sin tener en cuenta a los camareros. Los promotores saben que no pueden llenar sus mesas de demasiadas chicas no blancas. Un par de negras o asiáticas está bien, pero por lo general en las mesas se sientan cuerpos blancos, deliberadamente”, escribe Mears, y añade: “En una ocasión, un hombremuy atractivo de Oriente Medio, con una gran fortuna heredada y buenas conexiones, estaba en la pista con un amigo. La chica de la puerta le dijo: ‘Tu amigo no puede entrar a no ser que saque a otra persona de color de la sala, para que pueda reemplazarlo. Ya hay demasiados no blancos esta noche”. Eso fue una excepción, por lo general, a los negros, hispanos y asiáticos se los expulsa diciendo que el club ya está lleno o que no tienen “el look adecuado”.

Desde sus años como “chica”, Ashey Mears ha tenido dos hijos y consolidado su puesto en la Universidad de Boston. La casualidad ha querido que su libro se publique en medio de una pandemia global que ha convertido todo lo que escribe en pretérito, historia antigua de antes de ayer. Mantiene el contacto con alguno de los promotores. Dre montó su propio club, pero se arruinó cuando la policía descubrió a menores consumiendo alcohol en el interior. Ya no vive en el fantástico penthouse de Chelsea con portero que ocupaba cuando iba de fiesta con Mears, sino en un piso de un dormitorio de Harlem. Respecto a los clientes, las ballenas y las lechugas, y el resto de integrantes de la noche de los superricos, la socióloga cree que pasarán por una breve etapa de discreción, por temor a las reacciones adversas, y volverán al circuito algo más enriquecidos, ya que la recesión que apenas empieza fomentará aún más la desigualdad. Alguien, en algún sitio, ya está poniendo el Cristal a enfriar.


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