En los últimos años, Donald Trump Jr., Don, se ha convertido en el perfecto heredero de su padre, el presidente de Estados Unidos. Le guarda la silla en el conglomerado familiar; junta negocios, familia y política y, junto a su hermano Eric, forma la guardia pretoriana de Donald Trump fuera de la Casa Blanca (un papel que dentro corresponde a su hermana Ivanka). Pero no siempre fue el heredero designado, tan inmerso en la burbuja Trump que hasta se casó en Mar-A-Lago, la propiedad predilecta de Trump en Florida. Hoy, ya divorciado, se pasea por la campaña presidencial en compañía de Kimberly Guilfoyle: ex del gobernador demócrata de California, miembro prominente de la alt-right mediática y cuyo papel en los últimos meses consiste en recaudar fondos –con gran éxito– para la campaña de Donald padre.
No, Don tardó años en darse cuenta de lo que implicaba ser un Trump, un apellido “como una pistola humeante”, como le decía al periodista Larry King en 2004. Un proceso que aún no ha terminado. El propio Don soltó en uno de sus estrafalarios mítines (sus participaciones en las campañas paternas se dirigen a las bases más exaltadas de los votantes de sus padres) que le había llevado más de 40 años convertirse en el hijo de su padre. Donald tiene hoy 42 años, de los que más de la mitad los pasó alejado de los focos mediáticos.
También tiene que ver con la idea que Donald tiene de la paternidad. Ivana Trump, la madre de Don, Eric e Ivanka, contaba en 2017, en la gira promocional de sus memorias, que Donald “no era el tipo de padre que lleva a los niños a Central Park, ni juega con ellos ni nada. Empezó a comunicarse con ellos cuando tuvieron 18 años, cuando pudo empezar a hablar de negocios con ellos. Antes de eso, de verdad que no sabé qué tipo de charlas puede tener con niños pequeños”.
Así que la infancia de Donald fue la de un padre ausente que les había metido en una jaula de oro: la torre Trump, el símbolo del poder de la familia en Manhattan. En la que Don vivió desde los 5 hasta los 13 años. Y a la que volvería una década más tarde, ya como empleado de su padre.
Una infancia vivida en Nueva York, excepto los veranos, en los que Ivana le llevaba a Checoslovaquia a estar con los abuelos maternos y aprender el idioma. El abuelo, Milos Zelnicek, era todo un personaje: enseñó a Don a cazar y a pescar y a sobrevivir en la naturaleza, con métodos bastante expeditivos: le daba un rifle, señalaba a un paraje agreste diciendo “ahí tienes un bosque” y volvía a recogerle a la noche. Entre otras actividades, el abuelo también se dedicaba a espiar a su padre para los soviéticos para desentrañar los misterios de la política estadounidense en los años de Reagan.
Zelnicek murió en 1990, e Ivana se divorció un año después, dejándole muy claro a Don que la culpa era de su padre, que le había sido infiel a ella y a la familia. Algo que impactó bastante al chaval de 13 años: estuvo un año sin dirigirle la palabra a su padre, y se embarcó en una adolescencia al margen de los vaivenes familiares (el divorcio de sus padres se prolongó durante casi un lustro de titulares. El apellido era un peso: por un lado, le definía como “un niño rico más”, como ha dicho en varias ocasiones. Por otro, Don no tenía un patrón definido en la vida más allá de su madre: Ivana era la que decidía dónde estudiarían los niños o qué tipos de vida podrían perseguir. Sin que Donald le pusiese pegas porque, bueno, aún no eran seres humanos con los que interactuar.
Don estudió Económicas en Pennsylvania, y decidió alejarse de todo: durante un año, entre 2000 y 2001, se dedicó a vivir en el otro lado de los ricos de Aspen. Entre sus pistas de esquí y montañas, Donald Jr. trabajó como camarero, se dedicó a poner en práctica las enseñanzas del abuelo y a vivir en un camión. Ese año no se habló con ninguno de sus padres, aunque volvió a Nueva York pensando que la vida era algo más que eso. “Se te atrofia el cerebro”, dijo años más tarde.
Así fue como entró en la empresa familiar: Ivana cogió a los niños, ya crecidos, y le dijo a Donald: “aquí tienes el producto final”. Don volvió a la Trump Tower y de dedicó al negocio familiar, con la ayuda de Eric y, más tarde, de Ivanka. Una vida de promotor inmobiliario con grandes fiestas y huyendo de los titulares, aunque estos solían encontrarle: con 23 años, fue arrestado en pleno Mardi Gras, en la principal calle del festival de Nueva Orleans, un domingo, por llevar una melopea gigante. Que tiene su mérito: en un año cualquiera, en Mardi Gras hay un millón de borrachos y la policía sólo detiene a unos 30.
Ahí ya se vió que Don era un poco excesivo por el lado paterno. Cuando decidió volverse mediático lo hizo a lo grande: el día que le pidió matrimonio a la modelo Vanessa Haydon, lo hizo en público y de rodillas. ¿Como gesto romántico? En parte. Las cámaras de televisión que había llevado a la pedida contaba otra historia: que el anillo, de 100.000 dólares, le salió gratis al convertir la pedida en un evento promocional de la joyería. Una jugada maestra de la tacañería que en 2004 espantó hasta a su padre.
Haydon, luego Vanessa Trump, acostumbrada a otro tipo de novios (estuvo saliendo hasta el 11S con un príncipe y diplomático saudí, actual embajador de la monarquía árabe en el Reino Unido), comprobaría en sus carnes que esa tacañería no fue flor de un día. Los papeles del divorcio revelaron en 2018, tras 13 años de matrimonio y cinco hijos, que Don le controlaba el dinero hasta el punto de que Vanessa tenía que pedirle ayuda económica a su madre para cuidar de los niños o cenar fuera. La boda, por supuesto, fue en Mar-A-Lago, el complejo Trump en Florida que hoy es su segunda residencia: salía gratis.
En The Apprentice, el reality que cubrió a los Trump de dinero –fue la mayor fuente de beneficios de la familia, tapando bastantes de los agujeros de sus desastrososo negocios inmobiliarios, varios de ellos promovidos por Don–, el primogénito descubrió que la atención mediática tenía su lado bueno. No sólo por el lío extramarital que Don tuvo con la cantante y concursante Aubrey O’Day mientras Vanessa gestaba a su tercer hijo. También porque descubrió que la tele premiaba los excesos. Su participación le llevó a estrechar lazos con su padre y a embarcarse junto a él en su carrera política.
Don, que ha cambiado de imagen y ahora presenta barba y un aspecto más agresivo y en forma, es el que se junta con las bases, participa en los actos paralelos a los de su padre, y alienta a las masas con declaraciones al límite. Un oficio en el que ha aprendido también de su novia Kimberly, que fue fiscal durante años antes de lanzarse al foso de Fox News, y de ahí al círculo Trump. Ha escrito un libro sobre “la izquierda que se alimenta de odio”, llama comunista a Joe Biden e insiste en estrechar el cerco sobre Hunter, el hijo díscolo del demócrata. ¿Su mayor contribución a la campaña paterna? En 2016, antes de las elecciones, decidió que era una buena idea sentarse con unos abogados rusos que le prometieron información comprometedora sobre Hillary Clinton.
El resto del tiempo, mantiene el fuerte de los Trump: suyo es el control temporal de los cerca de 3.600 millones de dólares en activos del conglomerado familiar, que ejerce consultando a su padre –el presidente, claro, no puede hacer negocios en su propio nombre– y rompiendo sus propias promesas electorales. Don Jr., en estos cuatro años de presidencia, ha firmado varios contratos con países afectados directamente por las políticas de su padre, pese a que ambos se comprometieron a evitar esos escenarios.
Investigaciones del FBI por complicidad con rusos ansiosos de intervenir en unas elecciones estadounidenses; infidelidades y un divorcio; una novia que forma parte del otro negocio familiar, la política; negocios más o menos fallidos entre apariencias de éxito; y una presencia cada vez más alterada en sus intervenciones públicas. Quizás Don se refiriese a todo eso cuando dijo lo de que le ha llevado más de 40 años aprender lo que significa ser un Trump.
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