Adiós a Julio Anguita, el Califa rojo al que robaron la pistola

Julio Anguita, ex alcalde de Córdoba y ex coordinador federal de Izquierda Unida, ha fallecido esta mañana en Córdoba víctima de una parada cardíaca que, a sus 78 años, no ha podido superar. Desde niño, aprendió a sobrellevar situaciones complicadas. Aprendió a jugar al ajedrez con un coronel del ejército al que expulsaron por borracho y por republicano. Echaba las tardes con él en las tabernas cercanas a la calle Borja Pavón de Córdoba, la misma en la que ha vivido hasta que el pasado sábado ingresó en el Hospital Reina Sofía.

En la mente del niño que nació en Fuengirola en 1941 se grabaron las palabras de aquel maestro dipsómano: el alfil blanco y el negro juegan a lo mismo aunque con distinto color. Nacía ahí la raíz de su teoría de las dos orillas que popularizó en los noventa contra Felipe González, según la cual en el espacio político español en realidad sólo había dos opciones: por un lado el PP y el PSOE que, aunque con diferentes siglas, eran partidos que jugaban a los mismo y estaban aliados con los poderes económicos y con el capitalismo; y por el otro, como única representante de los trabajadores, la coalición Izquierda Unida, de la que fue coordinador general de 1989 a 2000.

Para cuando en la Puerta del Sol se gritaba “PSOE y PP la misma mierda es”, la idea original exenta de referencias escatológicas llevaba ya 20 años en las hemerotecas. También fueron suyas las teorías del sorpasso y el cuestionamiento a los grandes consensos alcanzados en la Transición, sólo que entonces no había Twitter.

Cuando trascendió que había sido ingresado de urgencia, Pablo Iglesias escribió: “Te necesitamos con tu lucidez de siempre, con tu compromiso, con tu valor… Y con tu corazón, camarada”. Si con el cambio de siglo abandonó la primera línea política entre reproches de trasnochado y obsoleto, en los últimos años se había convertido en una especie de padre para la nueva izquierda que nació al calor del 15M. Su revalorización, en parte, se debe a que no abandonó sus obsesiones, como por ejemplo la monarquía. En Atraco a la memoria (Akal, 2015), una larga conversación que firma junto a Juan Andrade, sostiene que el rey Juan Carlos estuvo detrás del 23F. “A mí me lo dais hecho”, escribe Anguita que dijo el emérito. También retrata el momento en que Sabino Fernández Campos encontró al rey y la reina brindando. “Una escena espeluznante”, describió tras leer los documentos que le dio un locutor de RNE.

Su éxito radicaba en dar ejemplo de clase. A diferencia de González y José María Aznar, sus coetáneos en la carrera de San Jerónimo con los formó el triángulo protagonista de aquella década, siempre tuvo claro que su forma de seguir en la política como “combatiente en segunda fila” era no aprovecharse de ella. Por eso, con el tercer infarto, en 1999, renunció a la pensión de diputado y regresó a Córdoba, una ciudad con la que compartía personalidad. “Nunca hay que exponer la intimidad”, repetía a sus allegados. Quería disfrutar de sus cuatro hijos: tres de su primer matrimonio –Julio, Ana y Juan– conAntonia Parrado, también militante del PCE; y Carmen, fruto de su relación con Juana, con la que no llegó a casarse. A su tercera mujer, María Agustina, la conoció cuando regresó a su plaza de maestro de Historia en el Instituto de Secundaria Blas Infante de Córdoba. Se casó en el pueblo de la novia, Ciudad Rodrigo, ante 28 invitados en una ceremonia oficiada por un alcalde del PP. Era el 17 de marzo de 2007.

Cuatro años antes, su hijo Julio Anguita Parrado, enviado especial de El Mundo para cubrir una guerra a la que se opuso fervientemente, fue alcanzado por un misil iraquí. La noticia se la dio Pedro J. Ramírez y Aznar le envió un pésame al que nunca respondió. Subió al escenario del Teatro Federico García Lorca de Getafe, con una frialdad que quedó reflejada en las crónicas de prensa, y clamó: “Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen”. El público enmudeció. Había ido a escucharle hablar sobre el advenimiento de la III República.

‘Quita un cacique, pon un alcalde’

Su bisabuelo, su abuelo y su padre trabajaron por la caída de la Segunda. Nació en una familia de tres generaciones de militares, educado en el nacionalcatolicismo en una Córdoba donde veía desfilar las sotanas en una ciudad históricamente de izquierdas. El libro que mejor retrata la Córdoba de entonces era, decía, La Feria de los discretos de Pío Baroja. La rendija a otra forma de pensar la encontró en la biblioteca de su abuelo que no tenía formación académica pero sí, en cambio, un amor profundo por la cultura de los años en que fue ayudante de un bibliotecario. Lector precoz, encontró allí el conocimiento y las dudas. Después de estudiar Historia, sólo tuvo que poner un pie en la Andalucía de terratenientes para hacer la conversión completa: perdió la fe, dio el salto a la lucha antifranquista e ingresó en las filas del PCE. Como buen maestro, explicaba la doctrina con tiza y pizarra y los jóvenes se sentaba en el suelo a escucharle.

“Quita un cacique y pon un alcalde” fue el eslógan del Partido Comunista en 1979, primeras elecciones municipales en democracia. Y Córdoba puso a Anguita. Ya entonces era conocido por salir a la calle armado. En las páginas de estas memorias, él mismo relató cómo en una tarde de paseo por la calle Goya unos tipos le conminaron a que cantara el "Cara al sol". “No me da la gana”, espetó. Y les sacó su pipa. La misma que, muchos años más tarde, en 2002, le robaron cuando paseaba por la ribera del Guadalquivir en Córdoba. Meses más tardes, cuabdo se encontró el arma y a los presuntos delincuentes, dos magrebíes, Anguita dudó en la rueda de reconocimiento y dijo que “moralmente, no podía acusar a nadie”.

Con mano firme y sin renunciar a la ética, revalidó su mandato como alcalde de Córdoba con mayoría absoluta en los comicios de 1983. Para no fallar al tópico, los comunistas llevaban años tirándose los trastos a la cabeza. Tras la debacle de Santiago Carrillo en las elecciones generales de 1982, el PCE se abrió en canal: carrillistas frente a los renovadores que buscaban hacer las cosas de otra forma. “Mandaban cuatro. Era lo que habían visto hacer en Rusia, todo a puerta cerrada; tenían interiorizados las formas de supervivencia de la vida en clandestinidad”, explica un comunista de la época. Finalmente, Gerardo Iglesias, el histórico minero asturiano, lideró esa renovación del PCE pero le faltaba carisma. Todo el que le sobraba a Anguita que ya manejaba ideas propias para la refundación de la izquierda.

La operación pasaba por meter bajo un mismo paraguas toda esa amalgama de corrientes, escisiones y movimientos que nacieron al calor de las movilizaciones para exigir la salida de España de la OTAN en 1986, unas protestas que encabezaba el poeta Antonio Gala. Aquellos partidos eran tan pequeños como gigantescas sus cuitas internas. “Hizo lo mismo que Juan XXIII con el Concilio Vaticano II, integró todas las corrientes renovadoras”, explica a Vanity Fairun histórico alcalde de IU que prefiere no dar su nombre. Por entonces, los medios de comunicación ya habían acuñado su apodo más repetido: el Califa rojo. Su icónica barba evocaba la de los califas omeyas de Al-Andalus. El más célebre de ellos fue Abderraman III porque transformó el emirato que había recibido y logró multiplicar sus dominios. Anguita hizo lo mismo: heredó un partido marginal, el PCE, y lo convirtió en relevante a escala nacional pero bajo un nombre nuevo, Izquierda Unida. La primera reunión de la incipiente coalición tuvo lugar el 27 de abril de 1986 en el despacho de la abogada Cristina Almeida.

El guiñol de la izquierda verdadera

Alcanzó su techo con los 21 diputados que logró en las elecciones generales de 1996 con el lema “programa, programa, programa”. Seguía la máxima leninista de que la verdad es concreta. También defendía la autonomía de IU para evitar servir de muleta a un PSOE que cada mañana se desayunaba con nuevos casos de corrupción en la portadas de El Mundo: GAL, Filesa, Juan Guerra, Roldán… Tras 14 años de felipismo, Aznar llegó a la Moncloa de la mano del PNV de Xabier Arzalluz. En la caída de González trabajaron por igual Anguita y Pedro J. Lo explica él mismo en sus memorias: “Pedro J. siempre intentó jugar a que IU fuese el gregario del PP. Y yo jugué a que me dejaran hablar a mí y a los míos. En esa táctica siempre hay un riesgo tremendo, el riesgo de tratar de ser Daniel entre los leones, pero lo asumí. Era el único periódico que nos hacía caso”.

Para el Grupo Prisa, Anguita era una especie de iluminado, huraño y dogmático con incontinencia verbal que clamaba contra el bipartidismo. Así lo retrataron Los Guiñoles de Canal Plus, el rasero por el que se medía la popularidad de los políticos. En una ocasión parodiaron un juicio sumarísimo de Julio contra Cristina Almeida, que junto a Diego López Garrido impulsó Nueva Izquierda, un corriente que buscaba entendimientos con el PSOE y saludaba la entrada de España en la moneda única. En la sktech el guiñol de la abogada extremeña debía demostrar qué era la “izquierda verdadera”.

El 29 de junio de 1997, en la crónica de El País que narraba la asamblea en la que se materializó la expulsión de la Nueva Izquierda de los órganos de dirección del partido, el periodista Rodolfo Serrano escribió: “Anguita, hierático y como ausente, escuchaba las acusaciones sin mover un músculo. Luego, en una intervención que rezumaba ironía y desprecio dijo: “No os hagáis los mártires de la libertad, que no lo sois. Sois los conculcadores de los estatutos”. Y a medida que hablaba subía un peldaño más: “Apeláis a la libertad, al cambio de proyecto, os amparáis en que ya no es el vuestro como hacen todos los liberticidas”. Las peleas internas de Podemos son un revival con distintas caras y cuentas corrientes en euros.

El periodista que firmaba la noticia era padre de Ismael Serrano y se convirtió años más tarde en el jefe de prensa de la alcaldesa de Córdoba, Rosa Aguilar, la criatura política que Anguita impulsó y quiso moldear. Pero también Rosa, harta de los cesarismos, abandonó el proyecto. Cuando lo hizo, en 2008, llevaba ya años sin tratarse con su mentor. En la mente de Anguita, había poca indulgencia para el disidente.

De hecho, su última aparición, en clave de partido, fue apoyar a Gaspar Llamazares, que lideró IU hasta 2008. Pero nunca abandonó la política. Desde Córdoba, seguía trabajando pero de otra forma: libros, charlas… Su salida de la primera línea no habñia relajado su mililtancia, sino todo lo contrario, sólo que ahora lo hacía desde el Colectivo Prometeo, el espacio de reflexión que le servía como banco de ideas para la izquierda que defendió. “Hay que dejar de hablar tanto de la II República para hablar más de la III”, repetía siempre en sus conferencias. Una forma de decir más hacer y menos hablar. “Gobernar es hacer cosas, tener proyecto. El Gobierno en sí y por sí no sirve para nada”, avisó cuando Pedro Sánchez y Pablo Iglesias cuando los vio fundirse en un abrazo en la rúbrica del acuerdo de Gobierno.

Antes de este último ingreso en el hospital, seguía fiel a sus rutinas: sus lecturas junto a la ventana, siempre con la cortina echada, sus paseos por las calles de la judería de Córdoba y la partida de dominó con sus amigos. Nunca abandonó el ajedrez pero ahora eran otros los que movían los alfiles del tablero.

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