Se llamaba Maria Gurwik-Gorska, pero adoptó el nombre de Tamara por un personaje del poeta Mijaíl Lérmontov; afirmaba haber nacido en el siglo XX, aunque con toda seguridad nació en el XIX yha pasado a la historia como la mujer que conducía un Bugatti verde cuando su coche era un Renault amarillo. Tamara de Lempicka, mujer arrebatadora, artista global y ante todo, personaje, quería lo que todos: ser más interesante, más joven y más glamourosa y para ello utilizó las estrategias que tenía a su alcance.
A pesar de sus intentos por ocultarlo –incluso convenció a The New York Times que publicó en su obituario que había nacido en 1906–, su vida empezó en 1895, según ha corroborado su biógrafa Laura Claridge, que creyó más en su propia investigación que en las palabras de quien había hecho del autoengaño una forma de vida. Afirmaba haber nacido en Polonia, pero realmente era rusa –Polonia ni siquiera existía como nación cuando ella llegó al mundo, había sido fagocitada por Rusia, Prusia y el Imperio austrohúngaro–. La que tenía origen polaco era su madre, pero ser una rusa exiliada era ser una más de la turba de rusos blancos que huían de la revolución en aquella Europa que se fragmentaba; sin embargo ser hija de una nación que renacía de sus cenizas la dotaba de cierto exotismo.
De su padre apenas hay información. Se sabe que era un judío ruso vinculado a una empresa francesa y que tanto él como su mujer eran suficientemente acaudalados como para que la familia llevase una vida de lujos que podían permitirse muy pocos en el imperio. Tamara recibió una buena educación, pero no tardó en abandonarla para acompañar a su abuela por Europa. Juntas se subieron al fastuoso San Petersburgo-Cannes, un ferrocarril sólo apto para ricos, visitaron las mejores casas de moda de París y recorrieron los museos de Roma,Florencia y Venecia donde se enamoró de los azules del Quattrocento.
Es difícil saber si es realidad o leyenda, pero cuando un retratista acudió a la casa familiar para inmortalizarla, la pequeña Tamara, descontenta con el resultado, cogió los pinceles y ella misma retrató a su hermana. El resultado la satisfizo y comenzó a tomar clases de pintura.
Cuando su madre se casó por segunda vez, abandonó el hogar y se fue con su tía Estefanía a San Petesburgo, allí se rodeo de las figuras más influyentes como el príncipe Yusúpov y tuvo acceso directo a Tsarskoye Selo, la residencia de verano de los Romanov. Durante una de sus suntuosas fiestas y cuando apenas tenía 15 años, conoció a Tadeusz Lempicki, un abogado con fama de playboy y descendiente de una de una familia de terratenientes.
Tamara y Tadeusz se casaron y no tardaron en tener a la pequeña Kizette a la que criaron en medio de una opulencia inédita en un imperio que se estaba desmoronando. Cuando los bolcheviques se alzaron contra Nicolás II, Tadeusz, de quien se sospecha que era un espía del zar, fue detenido en medio de la noche por la policía secreta. Tamara recorrió todas las comisarías para encontrarlo y cuando dio con él tuvo que recurrir al cónsul de Suecia para liberarlo. A cambio del favor tuvo que acostarse con él –desgraciadamente este es de los pocos detalles de su vida que no parece una invención–.
El odio que Tamara albergó toda su vida contra los bolcheviques le impidió abrazar la revolución tan ansiada por los artistas que se habían reunido en París de los años veinte, donde la familia acabó recalando por el trabajo de Tadeusz.En medio de aquel centro neurálgico de la creación artística, decidió centrarse definitivamente en la pintura, más como recurso económico que por un verdadero interés en el arte.
Aunque sentía un gran rechazo hacia los intelectuales de la capital francesa formó parte de su paisaje frecuentaba el cabaré La Boite de Nuit de Suzy Solidor, una de sus modelos y amantes,Le Dôme y La Rotonde y se juntaba con luminarias como Gide y Cocteau. En sus memorias Passion by Design: The Art and Times of Tamara de Lempicka, Kizette cuenta que su madre estabaen la brasería La Coupole cuando Marinetti propuso a gritos quemar el Louvre para sembrar el futuro sobre las cenizas del pasado y que incluso ofreció su pequeño coche para unirse a los exaltados pirómanos. Sin embargo detestaba a los dos grandes totems literarios de aquel París: Gertrude Stein y Ernest Hemingway. "Son personas aburridas, ella quiere ser hombre y él quiere ser mujer”, afirmaba. Sí hizo buenas migas con Natalie Barney, La Amazona, una millonaria americana con un templo de estilo dórico en su jardín, el Templo de la Amistad, en el que se reunían las lesbianas más importantes de París.
En aquel momento París era el centro del mundo, un crisol de artistas europeos que se habían inventado su vida y americanos hastiados que huían de la suya y cada uno tenía su historia. Tamara no quería quedarse atrás, sabía lo que era el esplendor de la rusa zarista y también lo que era verse obligada a ofrecer sexo por libertad, sabía que la vida cambia en un chasquido y quería bienes materiales que la hiciesen sentir segura.
Era atractiva, elegante y de aire aristocrático –y para reforzarlo añadió un "de" a su nombre–, justo el cóctel que mejor podía seducir a los americanos pudientes que habían huido del puritanismo para refugiarse en la capital europea, durante el día en las mansiones que rodeaban el Bois de Boulogne y por las noches en los burdeles de Montparnasse. Tamara se movía por toda la ciudad y se acostaba indistintamente con hombres y mujeres, era sexualmente libre y disfrutaba de las fiestas, el alcohol y la cocaína. Su marido lo toleraba porque sabía que intentar frenar su libertad sexual equivalía perderla y porque él también sabía disfrutar de los encantos de la ciudad, pero le enfermaba que sus amantes fuesen también sus modelos. A pesar de los excesos, Tamara lograba un equilibrio entre el ocio y el negocio: por las noches acostaba a su hija y salía a disfrutar de la ciudad y cuando volvía a casa disciplinadamente pintaba hasta el alba.
El estilo de Lempicka, que combina futurismo, cubismo y el arte de los maestros italianos y españoles, especialmente Durero al que adoraba, seducía a los compradores. Su obra era como ella y como su vida: grandilocuente, glamurosa, colorista, monumental y decadente. A mediados de los veinte ya era una celebridad. Organizaba veladas en casa para enseñar su obra y acudían los más ricos y famosos. Las fiestas eran tan sonadas que al final se hablaba más de su vida social que de su obra, algo que en hombres como Dalí o décadas después Warhol no supuso ningún problema. Ella sin embargo fue menospreciada por ello. No es novedoso: el entorno del surrealismo era profundamente machista, los hombres eran creadores y las mujeres musas y cuando las musas creaban, ellos se apropiaban de sus obras o las reducían a un pie de página de la historia del arte.
Su popularidad pronto se tradujo en éxito financiero. Como contó su hija: "Después de cada dos cuadros vendidos se compraba un brazalete, hasta que estuvo cubierta de diamantes y joyas desde las muñecas hasta los hombros". Sus retratos no tardaron en lucir en las paredes de las casas de los aristócratas y los pedidos aumentaron tanto que pintaba 12 horas diarias. Sin embargo, la crítica la ignoraba. Por supuesto también hay quien cuestionó la moralidad de unas obras en las que los desnudos y el homoerotismo tenían un sitio primordial.
No obstante, uno de sus encargos más populares vino de una revista de moda alemana, Die Dame: ‘Autorretrato en un Bugatti verde’ en el que aparece con guantes y bufanda a juego en una especie de homenaje a Isadora Duncan. No fue la única portada que hizo, pero es la que más ha trascendido por su mensaje feminista, porque en los años veinte una mujer que conducía un coche sola enviaba un mensaje poderoso.
Tadeusz y Tamara tenían objetivos distintos y se separarón a finales de los años veinte. Él no había superado su traumático paso por prisión y se había vuelto osco y agresivo. Tamara no tardó en encontrar el amor en uno de sus principales coleccionistas, el barón Kuffner. Se casaron en Suiza en 1933 y de alguna manera cerró un círculo, ya era la aristócrata que siempre había ansiado ser. Consolidada ya como una de las estrellas del novdeoso Art Decó vivió una década de esplendor creativo, emocional y social. Pero de nuevo la guerra se interpuso en su camino: los nazis avanzaban por Europa y la hermosa y libérrima París ya no era un lugar seguro y mucho menos para una mujer de origen judio. El matrimonio se refugió en Estados Unidos y ella cambió los salones de París por las mansiones de Hollywood donde se rodeó de estrellas como Dolores del Río y Tyrone Power.
Pero en Hollywood interesaba más su condición de baronesa que de artista: la sociedad americana estaba obsesionada con la nobleza y su producción artística fue decayendo. Abandonó su estilo para centrarse en la pintura abstracta, pero sus cuadros ya no despertaban interés. En 1962 expuso por última vez.
Cuando el barón falleció viajó a Houston para reunirse con Kizette, su marido y sus dos nietas. 10 años después se mudó a Cuernavaca en México y tras la muerte del marido de Kizette, fue esta la que acudió al encuentro de su madre, que ya estaba gravemente enferma. Falleció 18 de marzo de 1980 y siguiendo sus deseos, su hija arrojó sus cenizas sobre el volcán Popocatépetl.
Una década después de su muerte se convirtió en la artista favorita de lso famosos, su estética está presente en el Vogue de Madonna y en Express Yourself, la cantante se conviritió en una de sus principales coleccionistas al igual que Jack Nicholson y Barbra Streinsand. Su estética ha influido en la publicidad y en la moda: creadores como Ralph Lauren, Carolina Herrera o Versace la homenajearon en sus colecciones. Ella misma era una fanática de la moda, íntima amiga de Coco Chanel e inspiración de Dior que le pidió permiso para copiar un sombrero que ella misma había diseñado. La estética era imprescindible para ella porque ella era su mejor creación.
Sin embargo la crítica sigue menospreciándola, El prestigioso crítico de arte del Sunday Times Waldemar Januszczak dijo de ella: “Yo había asumido que era una amanerada y superficial propagadora de banalidades Art Déco, pero estaba equivocado. Lempicka era algo mucho peor. Era una exitosa impulsadora de la decadencia estética, una corruptora melodramática del gran estilo, una comerciante de valores vacíos, un payaso degenerado y una artista esencialmente carente de valor, cuyos cuadros, para gran vergüenza nuestra, hemos logrado convertir en obras absurdamente costosas". Demasiada bilis para una de las artistas más influyentes, carismáticas y reconocibles de la historia.
Afortunadamente ella tenía un alto concepto de sí misma. "Fui la primera mujer en pintar limpiamente y esa fue la base de mi éxito" dijo orgullosa a su hija "de 100 imágenes, la mía siempre se destacará. Y por eso las galerías comenzaron a colgar mi trabajo en sus mejores habitaciones, siempre en el medio, porque mi pintura era atractiva. Era precisa, estaba ‘terminada’". Confiaba ciegamente en sí misma y la opinión de los demás nunca le importó demasiado porque como ella mismo dijo "Vivo la vida al margen de la sociedad, y las reglas de la sociedad normal no se aplican a quienes viven al margen".
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