Universos paralelos

La vecina nueva se llama María. Ha llegado con su marido. Tiene una niña de la misma edad que mi hijo. Ella es muy joven, apenas 30 años. Se acaban de trasladar desde uno de esos barrios obreros de Madrid, esos de los que sólo se acuerdan los políticos cuando hay que votar, pero que abandonan a su suerte después.

Cuando coincidimos por primera vez en el patio, enseguida me di cuenta de que se sentía como un pulpo en un garaje, que estaba muy sensible, y que no hablaba ni se relacionaba con nadie, excepto su hija. La actitud de la nena también me llamó la atención, la seguía como una sombra dondequiera que fuese, atenta a con quién hablaba y, sobre todo, a lo que decía. Estaba siempre tensa. Algo extraño en esa generación que vive pegada al móvil e ignora todo lo demás. Me olí que algo no andaba bien.

Una noche, de madrugada, me despertaron unos golpes. Pensé que sería el camión de la basura, pero no, eran del otro lado de la pared. Discutían. Bueno, él hablaba de manera muy agresiva, insultaba, golpeaba paredes, puertas. Era obvio que se encontraba bajo los efectos del alcohol (yo apostaría que de «algo más»). Me asusté, y ya no pude volver a dormir hasta por lo menos una hora después de que todo se calmara, porque ya estuve atenta por si tenía que intervenir.

Al día siguiente volvimos a vernos en el patio. Le dije que la pared que nos separaba era casi de papel y que se oía todo. «Perdona por lo de anoche. Ya sabes… en todas las casas hay movidas». Le dije que no había nada que perdonar, pero que supiera que si se sentía insegura, no tenía más que coger a la niña y tocarme la puerta, que luego ya veríamos que hacíamos o a quién llamábamos.

Me dió las gracias y a partir de ese momento hablábamos todos los días. Se ha agarrado a mí como a un clavo ardiendo. Dice que no tiene con quien hablar. Lo de la otra noche no ha sido un caso aislado. Que ha cambiado, que él antes no era así… la misma historia de siempre. Él no le dirige la palabra desde esa noche. Ellas no salen de casa apenas.

Hoy le he mandado un WhatsApp, por ver si bajaban al parque con nosotros. Me ha contado que se van, que regresan a ese barrio del que acaban de salir, porque no puede más. Que le deja.

Dice que nunca se ha encontrado con nadie que sin conocerla le haya brindado su ayuda. Me parte el alma que agradezca de esta manera el simple hecho de que la escuchen, de tener alguien a quien contarle su situación. Y me hace plantearme cuántas realidades paralelas tenemos al otro lado de la pared. Cuántas veces subimos el volúmen de la tele o nos ponemos tapones, para no escuchar y que nada nos afecte.

Lo peor muchas veces no es lo que te está pasando, sino el aislamiento y no tener nadie con quien hablarlo.

María y su niña se van. Este barrio tan de gente bien no les ha durado más de 20 días. Espero que en el suyo encuentre a alguien que la escuche y ayude. Y si no, en el WhatsApp siempre va a estar Pepa.

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