Antes de aterrizar en Vanity Fair cubrí más de 10 galas de los Oscar en directo. No a pie de alfombra roja, pero sí en una redacción digital aguzando el oído, buscando la reacción inesperada, la paradoja informativa, el enfoque viral. También analizando indumentarias y los distintos palmarés.
Previo a aquello, tampoco me perdí ninguna desde 1996, año en el que se impuso Braveheart. Aquellas últimas ceremonias de los noventa las vivía con la emoción con la que un futbolista se anuda los cordones los minutos previos a jugar la final de la Champions. Hacía acopio de cafeína y ganchitos, y trabajaba siempre con tres listas en paralelo: la de los artistas que reconocía en los canutazos previos; mi quiniela de quién quería que ganara y la quiniela —más realista— que creía que se impondría finalmente. Mientras la primera era un ejercicio de puro ego sabiondillo, las otras dos eran de estadístico juguetón… y algo outsider. Nunca ha dejado de fascinarme esa noche, la Navidad del periodismo cinematográfico.
He leído con creciente decepción que las últimas galas “han dejado de sorprender y de interesar”, que las audiencias bajan y los espectadores se aburren. Proponen como fórmula muchos menos premios, que se eliminen números musicales o que la presente tal actriz o tal actor. No es un problema de los Oscar, le sucede también a los Goya. Y a la NBA, que jamás ha sido tan popular como hoy gracias a su expansión global, aunque sus partidos hagan cada vez menos share.
La razón es que nos estamos convirtiendo en consumidores de highlights que queremos deglutir la información en formato papilla, o, si se quiere, clips de vídeo de 15 segundos con anécdota y épica incorporadas. ¿Estamos sufriendo una regresión a lo Benjamin Button en nuestra comprensión audiovisual? ¿Acaso un trastorno de déficit de atención?
Después una velada de premios que me pareció especialmente lúcida escribí un titular en 2014: “Si no te ha gustado esta gala, quizá lo que ocurre es que no te gustan los Oscar”. La anfitriona Ellen DeGeneres estuvo aguda y elegante, Pharrell Williams y Karen O brillaron con sus canciones, Brad Pitt se llevó la única estatuilla de su carrera —como productor, eso sí— y se reconoció a Doce años de esclavitud, enarbolando una conciencia por la diversidad racial a la que Hollywood había sido históricamente impermeable. Un win-win que no satisfizo a los mandamases del canal ABC.
Quizá es que Netflix nos ha cambiado la agenda y los hábitos, que ahora resulta más sencillo engancharte a la serie de la semana que acudir los sábados a una sala, y que las categorías —por mirar a las plataformas de streaming por encima del hombro— nos resultan marcianas. También puede ser que los espectadores de cine estemos extinguiéndonos como ha pasado con ciertos comercios y un perfil de votantes, pero también con los que consumían aceite de hígado de bacalao o el pan del día anterior por resaca de la posguerra (abuela querida que me estás leyendo: tira la barra de ayer y empieza a comer una tierna todos los días).
Me gusta el cine y me gusta que se celebre su existencia.
Cuando nos asole un ataque de misantropía recomiendo volver a Mary Poppins, a West Side Story, a Cantando bajo la lluvia o a La invención de Hugo, antídotos todas contra el cinismo de una sociedad en constante estado de alarma. Por todo esto, en el mes que nos ocupa, durante el cual se celebrarán los Goya (25 de enero), los BAFTA (2 de febrero), los Independent Spirit Awards (8 de febrero) y los Oscar (9 de febrero), daremos buena cuenta de cada cita en nuestra web y redes sociales, pero también hemos querido que este número impreso —Especial Entretenimiento, con la actriz y modelo Laetitia Casta; el productor y presidente del Atlético de Madrid, Enrique Cerezo; el “nuevo Hollywood”; y el presidente de Universal Music, Narcís Rebollo, al timón— sea un homenaje a la magia y también a esa inmortal escena en la que Amélie se gira hacia los espectadores en medio de una proyección para contemplar su cara de felicidad, quizá la mejor manera de disfrutar de El gran Lebowski… y de la vida.
*Artículo originalmente publicado en el número de febrero de la revista Vanity Fair.
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