Todos nos hemos reído de la velocidad con la que los epidemiólogos de salón que nos explicaron el coronavirus convalidaron sus estudios en vulcanología para ilustrarnos sobre lo que sucedía en La Palma. Todos hemos sido algo culpables de ese pecado, que consiste en hablar con injustificada seguridad de alguna materia de la que poseemos algunos datos y muy poco conocimiento profundo. Filósofos como Michel Foucault ya advirtieron que el empleo de términos que suenan científicos aumenta la confianza del orador. Con estos mimbres y la cada vez mayor visibilidad de la importancia de la salud mental, no es de extrañar que la jerga psicológica haya saltado del despacho de los terapeutas a las conversaciones cotidianas. Sin ir más lejos, el prestigioso y consultadísimo Merriam-Webster ha elegido gaslighting (que se traduce como «hacer luz de gas») como la palabra del año de 2022.
Convertir lo aprendido en terapia en pose es un fenómeno que ha llegado también a Tinder y otras apps de citas. Desde hace más de una década, la antropóloga Helen Fisher analiza el comportamiento y las actitudes de las personas solteras en su dilatado estudio Singles in America en el que cada año participan unos 5.000 voluntarios y voluntarias. En 2022, por primera vez, la doctora Fisher registró que, entre las respuestas habituales a lo que buscaban en una posible pareja (atractivo sexual, confiabilidad, humor e intereses similares) se coló un nuevo requisito: los encuestados querían parejas con madurez emocional y capacidad de procesar y lidiar con los propios sentimientos. Describirse en el perfil de presentación como una persona interesada en el «crecimiento personal» ya es un gancho tan habitual y efectivo como posar con morritos, con cachorros, con sobrinos o escalando.
El problema de la banalización
Los auténticos especialistas, los que de verdad saben la diferenciar un comportamiento excéntrico de un trastorno del espectro autista, están alarmados por esta tendencia. «De un tiempo a esta parte se han popularizado un montón de términos que hacen referencia a etiquetas diagnósticas (como ‘tengo un toc’, ‘hoy estoy depre’, ‘este chico es bipolar’, ‘mi amiga es una narcisista’, ‘menudo psicópata’…), lo que, lejos de visibilizar la salud mental, contribuye a la trivialización e invisibilización de los malestares de las personas que padecen enfermedades mentales», explica para Harper’s Bazaar la psicóloga Violeta Alcocer. «Es como si cada vez que estuviéramos cansados dijésemos ‘hoy tengo anemia’: cualquier médico se echaría las manos a la cabeza al escucharlo, porque es una aseveración incorrecta e irresponsable».
Coincide con ella la también psicóloga Alba Cardalda, que acaba de publicar el libro Cómo mandar a la mierda de forma educada (Vergara) y añade que, «aunque la psicología es una disciplina científica con conceptos y términos muy específicos que deben ser utilizados con una adecuada comprensión y de forma precisa, actualment, hay muchas personas sin formación especializada y con mucha influencia en medios de comunicación o redes sociales están utilizando tecnicismos de forma errónea, lo cual conlleva a una excesiva simplificación de muchas problemáticas y a la desinformación de la población».
El origen de la confusión
En teoría, hablar abiertamente de emociones es positivo. Solo ser capaces de describir exactamente cómo nos sentimos ya es de gran ayuda, puesto que demuestra que somos capaces de identificar nuestras emociones y solo así podemos atenderlas. Un ejemplo de lo valiosa que es esta habilidad se encuentra en la gestión del hambre emocional: si sabemos que comemos por estrés y no por verdadero apetito, trataremos de reducir las causas de ese estrés en lugar de comer, que no solucionará nada.
El problema es que muy pocos saben hacerlo. «Una de las razones que contribuyen a la popularización del lenguaje psicológico y psiquiátrico es la falta de educación emocional de la población», señala Alcocer. «Carecemos de fórmulas adecuadas para expresar y describir nuestras experiencias emocionales y las de los demás, por lo que usar palabras técnicas que hemos escuchado para designar algo ‘parecido’ a lo que queremos decir es un recurso fácil».
También contribuye a esta tormenta perfecta la MrWonderfulización de una sociedad que erróneamentecree que lo normal, lo sano, lo aceptable es sentirse bien todo el rato. En palabras de Alcocer, «carecemos de la capacidad de hablar y escuchar el sufrimiento o el dolor sin patologizarlo. En vez de decir ‘llevo unos días triste, me está costando sacar adelante el día a día, no tengo muy claro si el trabajo en el que estoy es para mí’, que es algo totalmente normal y no implica un estado patológico, decimos ‘estoy deprimida’, escudándonos detrás de la etiqueta y evitando ir más allá y ponerle palabras a lo que en realidad sucede».
Contra la TikTokterapia
Es absurdo suponer que en un vídeo de TikTok o un reel de Instagram se pueden condesar los cerca de seis años que suponen los estudios de psicología (eso sin contar los años de práctica). Y sin embargo, lo hacemos. Nos sentimos transformados por un vídeo de 15 segundos de personas que, a menudo, ni siquiera saben de qué hablan. Según Cardalda, «debido al crecimiento de las redes sociales, se ha dado un aumento de personas sin una adecuada formación dando irresponsablemente su opinión sobre psicología y salud mental como si fueran verdades absolutas o probadas científicamente, cuando que no lo están».
Pero para que surja esta oferta debe existir su demanda. Y, como explica la psicóloga, «como sociedad tendemos cada vez más a quererlo todo fácil y rápido, lo cual es incompatible con la comprensión profunda de cualquier asunto. La mayoría de los consumidores de redes sociales buscan entender aspectos complejos (como es el caso de la psique humana) a través de videos cortos y de contenido simplista y superficial, porqué es más cómodo y sencillo que leer un libro, revisar artículos científicos o ver un documental riguroso». Por no hablar de la verdadera terapia, que suele exigir, además de tiempo, esfuerzo y compromiso. Tres monedas que esta generación no es muy dada a invertir.
Los riesgos de la tendencia
Emplear la vernacular lengua de los psicólogos es peligroso en más de un sentido. Según explica Violeta Alcocer, «personas que no padecen ninguna enfermedad mental se identifican con ciertos rasgos o discurso, leen aquí y allá, se autodiagnostican y andan convencidas de su patología, mientras que personas que sí padecen una enfermedad mental y necesitarían atención sanitaria profesional, siguen consejos de supuestos expertos y se alejan así de un buen diagnóstico y un buen tratamiento».
Según la psicóloga, experta además en mindfulness y Disciplina Positiva, es aún más nocivo porque, por un lado, «las personas que padecen una enfermedad mental y están en tratamiento, ven minimizado su sufrimiento porque cuando lo ponen sobre la mesa, en vez de apoyo, a veces reciben incomprensión: ‘bueno, eso le pasa a todo el mundo’, ‘todos mis amigos están deprimidos’. Y por otro lado, uno de los efectos más graves de este fenómeno es la trivialización y el blanqueamiento de conductas graves relacionadas con trastornos mentales, especialmente en redes sociales. Esto es muy peligroso y lo estamos viendo a diario, especialmente en adolescentes: cuando la ‘patología’ es una pose, se convierte en una forma de recibir atención y mucha gente joven ya romantiza el suicidio, las autolesiones y la depresión, como si fueran una tribu urbana o una tendencia».
Los términos que más a menudo empleamos mal
Alba Cardalda, enumera algunas de las ocasiones donde más se utilizan términos de forma errónea:
– Hablar de rasgos de la personalidad como si fueran patologías, como ocurre con el término PAS -persona altamente sensible-, lo cual es un rasgo de la personalidad (como la extroversión o la rigidez mental) que se está utilizando muy habitualmente como un si se tratara de un trastorno clínico.
– También ocurre a la inversa: utilizar nombres de trastornos para indicar rasgos de la personalidad o de la conducta. Por ejemplo, en medios de comunicación a menudo se usa el término psicópata para describir a personas violentas o manipuladoras, lo cual conlleva un grave peligro: al etiquetar como enfermo mental a alguien que se comporta de forma violenta, le restamos responsabilidad al agresor puesto que se da a entender que su conducta es fruto de una enfermedad y este no es plenamente “consciente” o dueño de sus actos. Es necesario que los medios de comunicación sean extremadamente cuidadosos con estos casos, pues puede llegar a transmitir a la población que las conductas violentas de dicho individuo están justificadas por un trastorno, eludiendo así la verdadera raíz del problema.
– Asociar emociones normales, como la tristeza, con la existencia de un trastorno del estado de ánimo. Así, en muchas ocasiones, el estar triste o estar de bajo ánimo, se le denomina muy a la ligera como depresión o trastorno de ansiedad sin valorar la presencia de otros factores como la intensidad, la frecuencia o la duración de los síntomas que conforman los criterios clínicos necesarios para diagnosticar.
– Justificar conductas con explicaciones llenas de tecnicismos sin ningún tipo de rigurosidad. Por ejemplo, he llegado a escuchar a personas (sanas y sin ningún tipo de daño cerebral) que suelen llegar tarde a sus compromisos, justificarse por tener un “trastorno de la incapacidad crónica de la gestión del tiempo”.
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