Murió Janet Malcolm: ya solo queda vivo el asesino

"Provocadora". Ese ha sido el adjetivo más repetido para describir y despedir a la periodista y escritora Janet Malcolm (Praga, 1934- Nueva York, 2021), fallecida el17 de junio a los 86 años. Es un adjetivo tan atinado como venenoso. Porque sí, durante más de cinco décadas de carrera, Janet Malcolm levantó muchas cejas, irritó a muchos popes y logró convertirse en una suerte de enfant terrible del periodismo norteamericano. Pero "provocar", hoy en día, evoca algo barato, facilón. Una frasecita incendiaria, un rifirrafe en prime time. Y Malcolm no se convirtió en leyenda a golpe de irreflexivas polémicas de saldo, sino exactamente por lo contrario.

Aunque ya había escrito columnas en el New Yorker y publicado dos libros sobre Freud y el psicoanálisis (Psicoanálisis: la profesión imposible y En los archivos de Freud) la fama global de Janet Malcolm arranca en 1987, ligada indisolublemente a uno de los más cruentos asesinatos de la época: Jeffrey MacDonald, un médico militar que en 1970 mató a su mujer embarazada y a sus dos hijas a puñaladas. El caso fue una danza judicial intrincada, que el escritor Joe McGinniss plasmó en Fatal Vision. Un superventas instantáneo y precedente del true crime moderno que, a través de horas y horas de entrevistas con el perpetrador, ofrecía un retrato inmisericorde de MacDonald como un sociópata narcisista.

Malcolm había prestado la atención justa al asunto. Sabía que el asesino había demandado al periodista por el libro, y le resultó algo habitual. La clásica pataleta de un retratado –a la postre, homicida– disgustado por cómo había salido en la foto. Pero un correo del abogado del autor del libro la puso sobre la pista de que el caso tenía más miga de la aparente. El letrado de McGinniss pidió auxilio a Malcolm (entre otros periodistas) porque el pleito ponía en riesgo la idea misma de libertad de expresión. Hablando en plata: el asesino aducía que el periodista le hizo creer durante todas sus conversaciones que creía en su inocencia, apoyando su coartada… para luego publicar un libro exponiendo algo diametralmente opuesto.

Lo que activó el resorte de Malcolm no fue la contradictoria versión de los hechos, la morbosidad de los crímenes o los cabos sueltos. Su mirada escrutadora se dirigió hacia su colega de profesión, Joe McGinniss, y su proceder en la investigación previa, incluido el acuerdo que firmó con McDonald para cederle parte de los beneficios del libro cuando se publicase. ¿Había hecho realmente eso, un teatrillo para sacarle jugosas declaraciones al asesino? Y en caso afirmativo, ¿es lícito hacerlo? ¿Es ético que el periodismo se trasvista de complicidad con el protagonista para llegar a la verdad? ¿Está obligado el autor a revelarle al entrevistado lo que realmente cree sobre él?

El resultado de todas esas reflexiones fue el ya inmortal El periodista y el asesino (Gedisa, 2004), con el que Janet Malcolm se entronizó y defenestró a partes iguales. Concebido como un reportaje para el New Yorker, tornó en libro escandaloso. Hasta los neófitos se habrán cruzado en algún momento con su explosivo arranque: "Todo periodista que no sea demasiado estúpido o demasiado engreído para no advertir lo que entraña su actividad sabe que lo que hace es moralmente indefendible. El periodista es una especie de hombre de confianza, que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, que se gana la confianza de estas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno". Huelga decir que levantó ampollas, que dividió a la profesión y que sin aguzar demasiado el oído, aún es posible escuchar los sonoros golpes de pecho que se dieron muchos para desmentir que ellos fueran unos vulgares tramposos.

Lo que planteaba Malcolm era la antítesis de lo barato y lo facilón. Una colección de observaciones incómodas acerca del oficio, que profundizaban en los entresijos éticos que pocos tenían agallas de sacar a la luz, no fueran a salir también mal en la foto. Es algo que a Malcolm nunca le importó: con quién más despiadada fue con ella misma. Sacó el dedo (y el seso) a pasear para exponer las malas artes de su profesión, sus pecados, contradicciones y dilemas… Pero señalándolas también en su propio desempeño. Cuando dice que absolutamente todos los productos periodísticos esconden al menos una trampa no se está excluyendo: está desnudando las suyas frente al lector.

Víctima de su sermón

Que fuera tan impúdica en la autocrítica les dificultó las cosas a los que intentaron –sin suerte– echar por tierra sus postulados. Exponiendo sus rincones menos nobles, sus limitaciones como investigadora, periodista y escritora, Janet Malcolm empezó a crear un modo diferente de narrar. Uno que se reconocía imperfecto por definición, pero que encaraba con una tenacidad insólita. No solo es El periodista y el asesino: a lo largo de más de 10 libros y un centenar de artículos y ensayos, Malcolm se consagró para que sus biografías no se quedaran nunca en la superficie.

Lo hizo con mitos como Sylvia Plath, J. D. Salinger, Chéjov o el grupo Bloomsbury, y sus semblanzas (muchas de ellas recogidas en Cuarenta y un intentos fallidos y Leyendo a Chéjov) dotaban a los personajes de una textura mucho más compleja que la establecida. Más que una entrevistadora implacable, era una observadora implacable. También cuando le tocó reconocer que había pisado la mina de su propio sermón.

Ocurrió con otro caso muy sonado que tuvo lugaren un clan de judíos bujaríes del distrito neoyorquino de Queens. Durante el juicio a la doctora Mazoltuv Borukhova, acusada de haber contratado un asesino para matar a su exmarido, Janet Malcolm reconoció que no había logrado ser ante el estrado ese "observador desapasionad" que ella creía debía ser todo periodista. En Ifigenia en Forest Hills. Anatomía de un homicidio (Debate, 2012) detalló por qué creía en la inocencia de la acusada y cómo ayudó en su defensa.

La no-inocencia de Janet

Sin ser asesina, Janet Malcolm mató muchos egos fofos y, con el tiempo, acabó convertida en una maestra incontrovertible cuya obra se convirtió catecismo en las universidades. También se sentó en los tribunales para defender su trabajo, aunque jamás pudo descolgarse el sambenito de haberle puesto la cara colorada al periodismo. Entre otras cosas porque McGinniss no se rindió. Disgustado por el nada halagador retrato de El periodista y el asesino, pasó el resto de su vida intentando antagonizar, de nuevo, con Malcolm. No lo logró. Ella se mantuvo impecablemente esquiva de todo lo que no fuera su tarea: contar a los otros.

El periodista McGinniss, murió en 2014 clamando por su inocencia, y todos sus obituarios mencionaban a Malcolm en la primera línea. Aquel correo que su abogado envió a Malcolm se convirtió en un ejemplo canónico de cómo ir a por lana y salir trasquilado. McGinniss protagonizó otras salidas del tiesto (como un perfil bochornoso de Sarah Palin) pero solo uno sirvió como telón de fondo para exponer esa hoguera de vanidades que es el periodismo: el caso McGinniss- McDonald.

De ese caso, judicial y periodístico, solo sobrevive hoy el asesino. Está en la cárcel de Cumberland, Maryland, desde donde sigue clamando por su inocencia. Su apelación es una de las más litigadas de la historia estadounidense. Por su parte,Malcolm ha muerto sin retomar la autobiografía que un día empezó. De los tres protagonistas de aquel caso es la única que jamás se ha proclamado inocente. Habría sido una provocación barata, facilona.

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