"¿Has visto a ese hombre de mediana edad que lleva una sudadera con capucha para parecer más joven? Pues le hace más viejo". Fueron las inmortales palabras de un amigo periodista de moda pronunciadas en el hall de la Trump Tower de Nueva York hace exactamente 10 años. Yo acababa de cumplir los 30 y entonces no me preocupó demasiado el comentario, pero ayer hice 40 y sigo teniendo muchos hoodies recién comprados en el armario. Lo que entonces me pareció una broma divertida, ahora precipita una metódica revisión de todas mis costumbres. No quiero convertirme en el señor Burns con la visera hacia atrás.
¿Hasta qué edad me quedarán bien los vaqueros? Hay una franja arriesgada e inconcreta —depende de la persona— en la que las piernas van adelgazándose y tú comienzas a comprar los pantalones un poco más anchos cada vez, y lo que antes era un saludable y pujante efecto pitillo da lugar a un conjunto algo más vaporoso y descuidado. Las camisas dejan de ceñirse al pecho también y se pegan más a la barriga. Y da igual las veces que vayas al gimnasio, la ropa que usas allí de repente empieza a sentarte peor con canas en la barba y en el pelo. Ves a Brad Pitt y te dices que hay tiempo, que le sigue quedando todo bien a los 57, pero él no es más que una anomalía genética. Todos los que pasamos de 40 ya no somos jóvenes promesas nunca más. "Siempre que creas algo, un cuadro u otra cosa, te dejas llevar por tus ideas. A veces es el pasado el que conjura esas ideas y las colorea. Aunque sean ideas nuevas, el pasado les da color", recitaba David Lynch en el documental The Art Life.
Lo verdaderamente duro de los 40 es que estás a la misma distancia de los 20 que de los 60, solo que ahora el tiempo corre mucho más rápido. Hace un par de años, una de nuestras becarias de maquetación trajo pasteles a la redacción y rompió a llorar.
—¿Qué te pasa? —me interesé.
—Nada, es que hoy cumplo 27.
Lo decía como si su vida se acabara. Y en cierto modo así era. Comenzamos a morir desde el día en que nacemos. Nos extinguimos poco a poco. Sobre todo en el momento en que reparas que Natalie Portman, que tiene tu misma edad, ya no es Lolita, e Iker Casillas, que también nació en el 81, se ha retirado ya. Me fijo en los escritores vivos que más admiro y me digo que aún tengo tiempo de replicar su brillantez si me sacan un par de años, pero la cosa se pone peliaguda si tienen 32 y acaban de publicar la novela revelación de la temporada. Me contó mi amigo Lucas que solo hace falta un año para aprender a tocar la guitarra y dije que me pondría esa misma semana, pero han pasado tres años y una pandemia y ni siquiera me he comprado el curso de CEAC.
Hay personas, como la ministra de Asuntos Exteriores, que saben inglés, francés, alemán e italiano a la perfección porque sus padres las mandaron a estudiar con familias extranjeras desde pequeñas, e igual es tarde para mí pero no para mi hijo. Me pregunto si le gustará cruzar autopistas de idiomas y si tengo derecho de sobreamueblarle el coco. Me cuenta su madre por WhatsApp que le ha puesto el videoclip de Thriller esta mañana y yo pego un respingo porque tengo un trauma con él. Lo estrenaron en diciembre de 1983 y me lo tragué durante todo 1984 porque no paraban de emitirlo en TVE1. De aquello hace toda una vida y aún lo recuerdo, así que es probable que también se grabe en su memoria. ¿Recordará el día de hoy en 2058? Da pena que la vida no sea lo suficientemente larga como para no olvidar algunas cosas.
Yo no he olvidado ninguno de mis primeros besos ni tampoco la sensación de publicar en un nuevo medio de comunicación por primera vez. Llevo 14 años trabajando como periodista y la profesión ha sufrido una profunda transformación. No estoy cansado, pero creo que ya he hecho muchas cosas y en condiciones normales me quedan aún dos tercios de carrera profesional. ¿Cómo los relleno? ¿Cuántas veces me tendré que reinventar? ¿Seré un buen profesor de universidad? ¿Cuántos años faltan para que me consideren un viejo profesor? La primera vez que un muchacho me llamó de usted lo acepté con gusto, como muestra de respeto, y sigue sin molestarme porque todavía me siento el más joven de la sala —en cada sala—, aunque ya no lo sea.
Cada vez que acudo a una reunión familiar de esas en las que hay primitos pequeños dudo si llevar la voz cantante. Son liturgias en las que me he sentido cómodo adoptando un lugar pasivo, respondiendo preguntas sobre mis estudios y mis primeros empleos… Pero ahora soy yo el que está en disposición de integrar al resto, de dar palique, de sacar conversación, de preguntar a tal o a cual si se va de erasmus y si ya ha empezado a ligar, y me planteo que ya debería estar repartiendo propinas. Creo que me quedan como dos o tres años para empezar a preocuparme por el vello de la nariz y de las orejas y a lo mejor ya no tiene mucho sentido que siga llevando zapatillas fluorescentes. ¿A partir de qué edad resulta un poco absurdo seguir comprando novelas gráficas para ti?
Esos libros que tengo en la estantería y que ya he leído, ¿volveré a abrirlos? Si no es junto a mi hijo, ¿tiene sentido que desempolve El guardián entre el centeno? ¿O El lobo estepario? ¿Entenderé alguna vez La broma infinita de Foster Wallace si me doy el tiempo suficiente? ¿O el más inmediato de los libros de Pynchon? Sí que podría aprender a pintar, e incluso hacerme bueno en ello. La historia de la humanidad está preñada de gestas de superación. Lo que no podré ya es ser campeón de 110 metros vallas. También podría inventar algo, o hacerme experto en protocolo. Solo hay que fijar las pasiones, obsesionarse con ellas y consagrar nuestro esfuerzo a perfeccionarlas. Me encantaría saber patinar sobre hielo, pero me conformaré con no caerme si lo hago en el asfalto del Retiro.
Ayer hice 40 palos, solo 10 menos que el título que puso Pau Donés a su biografía cuatro años antes de morir. Vi su documental con Évole hace unas semanas y amaba la vida sin ironía y sin buenismo. Le chiflaba estar vivo, así que se mudó a las montañas y se rodeó de la gente que quiso, como Albert Finney en Big Fish, pero sin efectos especiales. Me he esforzado por tener todo atado todo el rato hasta el punto de que podría dar por cerrado el chiringuito y habría estado bien, así que considero tiempo regalado todo lo que resta y así lo vivo.
Me queda toda la vida por delante. Bueno, toda la vida menos 40 años.
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