Kate Middleton, la paciencia infinita de la plebeya que aprendió a ser duquesa para convertirse en la Reina perfecta

Hubo un tiempo en que a Kate Middleton la llamaban Waity Katy (Katy la que espera). Su larga relación con el príncipe Guillermo de Inglaterra no parecía ir a ningún sitio, salvo a la ruptura. Este mote despectivo retrataba bien la condescendencia con la que los medios informativos y buena parte de la opinión publicaba la veían. Se criticaban su falta de formación –apenas un grado en Bellas Artes, en la Universidad de Saint Andrews, tras el elitista internado de Marlborough College–, su falta de actividad profesional –unos meses en la cadena Jigsaw como compradora de accesorios y algo de marketing en el negocio familiar– y una cierta imagen de chica objeto a la espera de una petición de matrimonio. Muy alejada de lo que hacen las chicas del siglo XXI, que se labran un futuro por sí mismas.

Pero no solo la prensa disparaba, también la clase alta británica que la veía como una arribista. ¿Un piloto y una azafata nuevos ricos yernos de la reina de Inglaterra? ¿Un negocio familiar de fiestas caseras? Los comentarios clasistas y hostiles no cesaban. Se llegó a decir que Kate se había matriculado en la Universidad de Saint Andrews, en Escocia, con la mente puesta ya en Guillermo y que todo era producto de un plan para “cazar” al príncipe urdido por su madre, una mujer arrogante y calculadora.

El estilo de Kate tampoco favorecía la complicidad de su generación. Recatado, algo cursi, era una especie de homenaje a la reina de Inglaterra, pero modernizado. Tocados aparatosos, vestidos de flores pequeñas, abrigos de corte “evasé” la hacían parecer mayor. Pero Kate estaba aprendiendo y, tal y como rezaba su mote, esperó.

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La proposición de matrimonio llegó. El noviazgo con Guillermo empezó en 2001 y vivieron juntos una larga temporada. Tras una ruptura de tres meses, en 2007, el príncipe Guillermo parece que se dio cuenta de que no podía vivir sin ella. Especialmente cuando Kate salía a divertirse, a la vista de todos, tabloides incluidos, a los restaurantes y locales de moda de Londres. El compromiso se materializó en 2010, durante un viaje a Kenia y Clarence House lo anunció el 16 de noviembre de ese año.

Cuando Kate apareció vestida de azul, a juego con el solitario de Lady Di que Guillermo le había entregado, las críticas bajaron de volumen. Acertó en el vestido y acertó en el tono con el que dijo “Somos muy felices. De él me gusta que me apoya en todo y me hace reír. Me intimida formar parte de la familia real. Espero no defraudar». Y añadió: «Me hubiera gustado haber conocido a Diana, ella será una inspiración para mí». Kate, desde entonces, ha hecho todo lo posible por conseguir su propósito.

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Así que cuando el 29 de abril de 2011 atravesó el umbral de la Catedral de San Pablo vestida por la británica Sarah Burton para Alexander McQueen con un exquisito diseño de encaje mitad victoriano, mitad isabelino, sus críticos volvieron a disminuir drásticamente. Ese día estaba muy guapa, con un porte regio, pero no envarado, y había escogido uno de los vestidos de novia más bonitos de la historia, con el punto justo de realeza y de frescura. Todo era perfecto: la cola, el ramo, la tiara. La aprobación fue unánime.

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Pero Kate todavía tenía mucho que esperar. Debía convertirse en la tercera consorte más importante de Inglaterra, tras Felipe de Edimburgo y Camilla Parker Bowles. Su estilo empezó a evolucionar: palabras de honor, abrigos escoceses, tejanos “off dutie”. La llegada de sus tres hijos, George, Charlotte y Louis parece que reforzó esta senda nueva. Frente a los que criticaban su obsoleto papel de “procreadora del reino”, como la describió la escritora Hilary Mantel, ganadora del premio Booker y autora de una apasionante trilogía sobre los Tudor –afirmó, además, que era una princesa de plástico –, Kate empezó a hacer de la necesidad virtud y centró su trabajo en las dificultades de la maternidad, la soledad de las mujeres en los primeros meses o la salud mental y se ganó a toda una generación obsesionada por la conciliación. Muestra de su conexión son las flores que depositó para rendir homenaje a Sarah Everard, una joven asesinada, cuyo caso produjo manifestaciones y enfrentamientos con la policía. Algo impensable años atrás. “También ella ha recordado”, dijo una fuente de la casa real británica, “lo que suponía para cualquier mujer recorrer sola las calles de Londres”.

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