Hace un mes, antes del cambio de hora, fotografié un amanecer desde mi pequeño balcón. Arrancaba la semana y escribí "Lunes" encima del incipiente sol en una de las stories que subí a Instagram aquel día. Me hicieron algunos comentarios amables y lo dejé correr. Una semana después, repetí la operación y anoté al pie "Los fresones estarían orgullosos", en referencia al himno generacional que encumbró a Los fresones rebeldes a mediados de los 90. Y otro buen puñado de mensajes me hicieron comprobar que aquel rincón particular emitía cierto eco. Entonces decidí estandarizar esa rutina. Siempre la misma perspectiva y casi siempre a una hora parecida, aunque los fines de semana me permitía madrugar un poco menos.
La imagen recurrente arrojaba una fea panorámica, con un cedro altísimo tapándome el flanco derecho y el suelo de la terraza del octavo, anegando el izquierdo. Quizá sea una de las fotos menos aspiracionales que puedes sacarle al sol desperezándose, pero es mi torre de vigía desde la que constato que nos ha sido concedido un nuevo día en el tiempo más incierto que nos ha tocado vivir. No lo llamaría running gag puesto que no es gracioso, pero para no ser el más pesado de internet decidí escribir un mensaje totalmente desligado de la imagen cada vez, ora críptico, ora atormentado. Y poco a poco, como el café humeante y los periódicos por leer, se convirtió, mucho mejor que el despertador, en una de mis principales razones para salir de la cama en una época tendente a la melancolía.
Casi 20 amaneceres después, ya no concibo no retratar el sol desde mi ventana, muchas veces ataviado con demasiada poca ropa y cada vez con más frío. Desde ahí observo infinidad de ventanales sin nadie haciendo lo mismo que yo, un homenaje a los nuevos comienzos que me mantiene lúcido de una manera extrañísima y me chiva todos los días iguales. Soy yo con esos haikus de todo a 100 el que el que los altera levemente. Mis cinco centavos para explicar que soy una abeja más del panal pero que el panal no tiene por qué contagiarme su monotonía.
Hace solo unos pocos días reparé en que no era una idea totalmente original. Quién sabe si llegué a esa misma misión por casualidad o porque la tenía fijada en el subconsciente, pero entonces recordé al estanquero Auggie Wren -protagonista de Smoke (Wayne Wang, 1995), salido de la imaginación de Paul Auster– fotografiando cada mañana la esquina de su negocio.
Auggie, debo decirlo, es uno de los referentes guadiana de mi vida, y una de las escenas de la película les incluía a él y al escritor Paul Benjamin (alter ego del propio Auster interpretado por William Hurt) en el salón de la casa del primero, analizando el álbum fotográfico que servía de archivo de 4.000 despertares consecutivos, todos capturados a las 8 de la mañana, independientemente de las condiciones climatológicas. Auggie nunca se ha cogido vacaciones en 11 años porque ese proyecto es su vida y le retiene.
Parafraseo aquel diálogo:
Auggie (el estanquero):Este es un archivo de mi pequeño lugar [tendiéndole un álbum con todas las fotos].
Paul (el novelista): [Pasando páginas del álbum] Es sobrecogedor.
A: No lo entenderás si no vas más despacio, amigo mío.
P: ¿A qué te refieres?
A: Vas muy deprisa. Ni siquiera miras las fotos.
P: Pero si son todas iguales…
A: Son todas iguales, pero cada una es diferente a la otra. Tienes días despejados y días oscuros. Tienes luz de verano y luz de otoño. Tienes días entre semana y fines de semana. Tienes a gente con abrigos y con chaquetas y tienes a gente en camiseta y shorts. Algunas veces la misma gente, otras diferente. Y a veces la gente diferente se vuelven los mismos, y los mismos desaparecen. La tierra gira en torno al sol, y cada día la luz del sol cae sobre la tierra en un ángulo diferente.
P: ¿Más despacio, eh?
A: Es lo que recomiendo.
Alentado por aquellas líneas hermosas, durante mi primer viaje a Nueva York, el 3 de abril de 2011 me equipé con un mapa y mi entusiasmo y desembarqué en una parada de Brooklyn aledaña a Prospect Park, el más emblemático del municipio. La dirección exacta era 16th Street and Prospect Park West y a cada paso que daba en pos de mi meta, más convencido estaba de que Wikipedia me engañaba con la ubicación. Nada de aquello me sonaba a los fotogramas grabados en mi memoria. Cuando llegué al destino recomendado y todo me parecía distinto, me deshinché tanto que solo creí poder recuperarme con una cerveza bien fría en Farrell’s, un bar irlandés situado en la citada intersección. Tras pagar siete dólares más otro de propina por mi pinta de Amstel, le pregunté al cantinero (Farrell o su hijo, supongo) si conocía una película que se rodó allí cerca y que pivotaba sobre un estanco en el que nunca pasaba nada. Secándose las manos mojadas de agua de la bayeta con el delantal, Farrell me respondió: "Esa película la rodaron hace 17 años (ahora, 26) en la acera de enfrente ‘muchacho’" ("boy", en el original).
Con la cerveza a medias, salí a la calle y busqué las coordenadas que me había indicado, en las que se erigía una minúscula cafetería especializada en tartas de manzana. Así que entré de nuevo a Farrell’s y denuncié el hecho al camarero. Él concluyó: "Durante un tiempo fue una tienda de envíos postales y desde hace unos años es una tienda de tartas, pero es la esquina que buscas. Eso es seguro". Después de abandonar por segunda y última vez la cantina, emboqué el local en cuestión con manos y rodillas temblorosas y pregunté al dependiente por el asunto:
—¿Sabes algo de la peli que rodaron aquí Wayne Wang y Paul Auster en 1994?
—Sé que se rodó algo aquí, pero nunca he visto la película y no tengo más información —fue su descorazonadora respuesta.
Él era el último eslabón. Mi fuente seca. Mi decepción en forma de barista. Quien había dejado a mi ilusión de ilustración en coma. Los lugareños apostados en grupos en las esquinas de los alrededores y la gente que pasaba frente a mis narices debieron de pensar que estaba loco cuando me dispuse a hacer todas las fotos idénticas que pude hasta que el ocaso me alcanzó.
Auggie había tenido 4.000 oportunidades y yo apenas unos minutos para explicar foto a foto, en aquella recóndita esquina de Brooklyn, el paso inexorable del tiempo. Ahora, inconsciente al principio, repito la jugada desde mi balcón y siento haber encontrado mi lugar exacto en el mundo.
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