Justin Trudeau, cuatro años más de besos en Canadá

En la presidencia de Canadá no hay cobras, ni acercamientos postizos, ni besos en la mejilla. Justin Trudeau y Sophie Grégoire se han convertido en la pareja presidencial que más y mejor se besa de la historia de la política. Al menos, públicamente. De él, que acaba de ganar las elecciones que le permitirán repetir como premier si consigue un pacto con otros partidos, dicen que se parece a John Fitgerald Kennedy, un paralelismo ya muy manido que tiene más que ver con la juventud –nada nuevo en los líderes políticos– y con una forma de estar ante la cámara, algo que es tan viejo ya como la televisión.

De parecerse a alguien, Trudeau se parecería a Barack Obama, que además de ser fotogénico, elocuente y carismático, ha acariciado, mimado y besado a su mujer tanto y al mismo nivel que el canadiense.

Todo en política tiene un precio. También un valor político: cuando un candidato saca a pasear a su familia, quiere parecer cercano, humano o cariñoso. Pero si todo es pose, que viva el beso en los labios. Más si quienes se lo dan parecen gustarse de veras a pesar de conocerse desde hace más de veinte años, tener 15 de matrimonio y tres hijos en común, como es el caso de los Trudeau Grégoire. A nadie se le olvida que ella es periodista, que tuvo un programa de televisión, que sabe qué quiere la cámara y el elector que está en casa viendo lo que esa cámara capta.

Por eso la primera pareja canadiense no rehúye a la prensa, ni se esconde, pero no han apostado por una exhibición estática, sino por una íntima, algo al alcance de muy pocos políticos, no con ese resultado tan natural. El servidor público suele mostrarse envarado y protege a los suyos de las audiencias. Por eso cuando comparecen en otro registro que no es el de busto parlante, parecen haber olvidado que en la vida hay más cosas orgánicas, –besarse por ejemplo– que sus partidos.

La rigidez del protocolo

En eso los Trudeau son diferentes, porque su comportamiento choca con una clase política –también la royal– que solo es capaz de mostrarse como todo hijo de vecino en la confrontación, el enfado y el reproche. Y ni siquiera cuando mandan ellas los besos públicos mejoran.

Las mandatarias como Margaret Thatcher o Angela Merkel representan un modelo de comportamiento público muy similar al de sus homólogos hombres y todo lo que han ofrecido son besos en la cara e incluso han aparecido recibiendo besos de sus maridos y otros hombres en la mano. La clase política vive ajustada a protocolos rígidos que aún cuesta más romper cuando el político s gay: es el caso de la primera ministra islandesa Jóhanna Sigurðardóttir o el de su homólogo de Luxemburgo, Xavier Bettel. Tampoco se besan en público Leo Eric Varadkar, primer ministro irlandés o Ana Brnabić, la de Serbia, con sus parejas pues a esas normas tan estrictas hay que añadir que ambos lideran países con un alto porcentaje de población católica.

La clave está en la pantalla

La política bebe del cine, Trudeau parece saberlo mejor que otros, pues ha dado un paso más en el relato que quiere que de él hagan los medios. Un paso que explicó fantásticamente una estrella de Hollywood, Mirna Loy: "Cuando empecé a interpretar, los problemas y aspiraciones del héroe o la heorína eran llegar al matrimonio, nunca hablaban de lo que pasaba cuando ya estaban ahí". La actriz, que empezó en su carrera en los años 20, detectó un cambio en las tramas: "Luego, llegó la fase en la que el tema de muchas películas era que es posible ser feliz aunque estés casado. Creo que La cena de los acusados instauró esa corriente de pensamiento", explicó en su autobiografía sobre un cinta dirigida por W. S. Van Dyke a partir de un libro de Dashiell Hammett.

En ella, Loy interpretaba a Nora Charles,pareja de Nick, interpretado en la pantalla por William Powell y entre los dos le dieron, por fin, chispa a la pareja estable. Eso es lo que hacen los Trudeau: mostrar el matrimonio como una fuente de felicidad –no solo como una institución para la reproducción y la estabilidad– y a la pareja como un ser real que piensa y siente y para quien el presidente o presidenta tiene tiempo y no emplea solamente -o al menos en apariencia– como arma electoral.

El matrimonio dejó de ser aburrido

La representación artística puede ser idílica, rara vez lo es la realidad. Pero en política, donde todo es más palestra que backstage,las reflexiones de Loy son pertinentes. De ella llegó a decir el también actor Robert Ryan que fue la responsable de que en los años 30 aumentara el número de matrimonios en EEUU. Así lo recoge Emily W. Leider, en Myrna Loy: The Only Good Girl in Hollywood.

Lo que no sabemos es si unos años antes Loy logró que aumentara el número de infidelidades, pues como ella misma explicó, lo que siempre le ofrecían eran papeles de joven graciosa y seductora que solo se emparejaba con maridos de otras. Se quejaba de que para una mujer, solo el papel de amante resultara atractivo para guionistas y directores, algo que ella cambió dando vida a Nora Charles.

En la vida real también se veía esa desventaja: la querida –por ejemplo, Marylin Monroe– tenía planos más divertidos y excitantes –"Happy Birthay, Mr President"– que la esposa del mandatario –por ejemplo, Jacquelin Kennedy–, siempre impoluta, siempre recta, siempre ofreciendo su mejilla para el beso, jamás la boca. Hasta que llegaron los Obama. La pareja formada por Barack y Michelle vino a añadir matices a la denostada idea del amor romántico. Pero también caricias. Algo parecido hacen los Trudeau, que hablan de las dificultades de la vida en común –como cuando Michelle explicó en sus memorias que ella y su marido habían tenido que ir a terapia de pareja– sin que eso sea incompatible con rozarse, agarrarse y besarse en público.

También eso lo avanzó Mirna Loy: "Me harté de interpretar a esas mujeres… dulces esposas", dijo cuando se dio cuenta de que el problema no era si estaban casadas o solteras, sino lo reducido que era representar a alguien –ser primera dama o primer caballero también es un papel– solo desde el punto de vista de su estado civil.

España se besa poco

En España, hemos tenido pocos besos presidenciales y públicos dignos de comentario. José Luis Rodríguez Zapatero era un presidente cariñoso con Sonsoles Espinosa, aunque ambos eran reservados y sus besos públicos solían ser en la cara, con agarrón por el cuello o los hombros, jamás una mano de uno ni de otro en la cintura, en una pierna. Ni hablar del trasero, claro, lugar en el que Trudeau suele apoyarse para fotografiarse con su esposa, también para cederle el paso y por supuesto, para besarla.

Ahora que desde hace unos años se habla de la nueva masculinidad, se apela a la paternidad de los líderes políticos. Lo hacen Obama y Trudeau, y aquí, Pedro Sánchez o Pablo Iglesias, que se presentan como padres y piden tiempo para la crianza, los cuidados y la familia. El rol con sus parejas, sin embargo, es de perfil más bajo que el que emplean con su prole. No es que exhiban a sus hijos, es que hablan más de ese papel que del que desempeñan con sus parejas.

En la expresividad, Sánchez es el presidente que mejor se ha besado en público con su pareja. Esas emociones que a veces le han jugado en contra, van a favor del presidente en funciones cuando aparece con Begoña Gómez. Nada que ver con la gestualidad de Mariano Rajoy con su mujer, Elvira Fernández, a quien se acercaba de una manera un tanto ortopédica. Para la hemeroteca –y para la memoria sentimental de España– quedó aquel beso en el balcón de la calle Génova tras ganar las elecciones de 2011: no estaba mal el ósculo, era el gesto, la forma de abrazarla –por el cuello, con el brazo, sin emplear la mano– lo que chirriaba.



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