Ella me va indicando por teléfono los armarios que debo abrir y los vestidos que debo buscar. Yo no sé cómo se llaman las cosas. Como de repujados árabes, digo; como egipcio; como un collarín de cuadro barroco… Menos mal que no se desespera, que sabe bien lo que guardan los armarios y dónde y que yo, al menos, me sé los colores. Amontono los vestidos y luego debo meterlos en una maleta. Pero, ¿cómo se dobla un vestido? Tengo el impulso de echarlos dentro como si fuera la chistera de un mago pensando que luego los sacará como si fuesen pañuelos, quizás todos enlazados. Pero después me digo que vaya desastre; esfuérzate, tío, y cuando lo hago y tengo el vestido ante mí no sé por dónde empezar ni cómo porque hasta las camisetas las doblo con dislexia.
Es entonces, con esa colina de colores y telas ante mí, cuando, en realidad, veo los vestidos por primera vez. Me producen una sensación extraña. Uno no lleva normalmente vestidos a otra persona y me siento como si fuera a realizar un viaje con alguien que no existe. Como los japoneses que contratan novios falsos para que sus familias crean que tienen pareja y les montan a esos novios falsos una vida falsa que llega a convertirse en una vida real en pareja. O como si tuviera una pareja imaginaria, como los amigos inventados de los niños, y no solo le hablo sino que le hago también la maleta y me voy de vacaciones con ella.
Veo luego los vestidos uno a uno, según voy doblándolos como puedo, más intuición que destreza, y pienso, sosteniendo el amarillo ante mí como si fuera a probármelo, cómo le quedará, y con el marrón, cómo se desabotonarán esos botoncitos redondos de tela que se me antojan tan complicados como hacer un cubo de Rubik con una mano. Porque usar las dos para desabrocharlos, llegado el momento, tiene que hacerse con mucha gracia para que no se convierta en una exhibición de torpeza y baje temperaturas. Es solo una maleta, pienso, antes de rendirme. Pero no es cierto. Es mucho más. Hacer una maleta tiene casi siempre tanto de promesa y anhelo como deshacerla de despertar y de regreso a la realidad.
David López Canales es periodista freelance colaborador de Vanity Fair y autor del libro ‘El traficante’. Puedes seguir sus historias en su Instagram y en su Twitter.
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