El animal más rápido de la sabana africana es el guepardo. Puede alcanzar los 115 kilómetros por hora de velocidad cuando caza. El que más distancia recorre, el ñu azul. Hasta 3.000 kilómetros migra buscando agua. El mejor huyendo, probablemente, era Peter Beard. Huyendo de sí mismo, de su destino, se convirtió en el escapista que era. En el hombre que presumía de no haber planeado ni tomado nunca una decisión. Para eso tenía África, decía. Allí uno podía huir para siempre. Allí uno podía hacer lo que quisiera. Y convertir la vida en una obra de arte total, recopilada en parte en Peter Beard , que Taschen publica este mes de junio.
Beard apareció muerto el pasado 19 de abril. Tenía 82 años y había desaparecido, huido, tres semanas antes en Montauk, Long Island, en la esquina más oriental de la famosa isla neoyorquina donde vivía, donde uno se asoma a la ventana y al otro lado todo es océano. Su cuerpo se encontró en un cercano parque estatal. “Ha vivido una vida repleta”, anunciaron los suyos. “Ha exprimido cada momento de cada día”, dijeron también. “Ha muerto donde vivió: en la naturaleza”, añadieron. Peter Beard murió, sí, donde perteneció siempre. Tras una vida
Decían de él, en la descripción más repetida, que era mitad Tarzán, mitad Byron. Y eso que, en sus orígenes, era un hombre previsible. Un chico de la clase alta de Nueva York, heredero de familias que habían hecho fortuna con el ferrocarril y con el tabaco, carne de Wall Street y de veranos en los Hamptons. Pero Beard vio pronto que ansiaba escapar de aquello y lo sintió ya estudiando en Yale cuando, tras graduarse en Historia del Arte, su padre quiso vestirlo con traje y corbata y él empezó a correr. Nunca dejaría de hacerlo. Acabó en África, en Kenia, país que había visitado por primera vez con 17 años. Enamorado del continente indómito e instintivo, allí compró su famoso y enorme rancho Hog y se convirtió en fotógrafo de naturaleza y en activista en un continente en el que, como alertaba, cuantos más hombres blancos llegaban, más vida desaparecía. También en un artista hipercotizado. Sus fotos se vendían como obras de arte. Pronto dejó de ser solo fotógrafo. Era inclasificable.
Peter Beard era el Tarzán que nadaba entre cocodrilos y que casi muere en 1996 atacado por un elefante que le partió la pelvis y las costillas y le corneó una pierna. Pero, también, la otra cara igual de fascinante del personaje, la mitad Byron, un playboy con el mejor peinado de la sabana, adicto a las mujeres guapas y a las modelos, que fueron sus criaturas favoritas del mundo. Beard las fotografió también en África para las mejores revistas de moda. A algunas, como a la somalí Imán tras descubrirla en Nairobi, las lanzó a la fama. Con otras, como Cheryl Tiegs, la segunda de tres esposas, se casó. A todas las deslumbraba el personaje. Si Beard estaba en Nueva York, acudía a Studio 54 con amigos como Warhol o frecuentaba a Truman Capote y a Francis Bacon. Si estaba en África, ay, quién sabe, si estaba en África podía estar sucediendo cualquier cosa. Así se construía el mito.
De Beard decían también que era un poscolonialista más. Otro blanquito rico deslumbrado por África como estética que llegaba allí con una Nikon en lugar de un rifle. Y algo de eso tenía. Pero fue uno de los primeros que denunció la caza ilegal de elefantes y su impacto en el continente. “Dormir es una pérdida de tiempo, porque simplemente estás tumbado”, solía repetir, con esa sonrisa seductora y esa camisa abierta a su bronceado africano. También la frase que, probablemente, mejor resuma su vida: la belleza de la mujer "es lo último que queda intacto en la naturaleza". Para el resto, probablemente, como decía Gauguin de sí mismo, era “un salvaje. Y las personas civilizadas sospechan esto”. De ahí su atracción. De ahí la especie única en que se convirtió.
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